Desde luego, desde que trabaja para el cartel, la vida le va mejor a Stone: el dinero hace milagros y es el ingrediente perfecto para lograr la reconciliación con su familia, sobre todo con su hija, con quien hace años que no se habla. La ponderación entre el mal que ayuda a expandir transportando droga y el bien que consigue ayudando a su familia y a las personas que cree que se lo merecen, parece positiva (un poderoso debate moral al que ya se enfrentó Walter White en Breaking bad). Tampoco es el que el protagonista sufra mucho por haberse transformado en un delincuente. Es posible que lo sienta como su pequeña venganza contra una sociedad que le ha dado la espalda a un anciano en dificultades, la venganza de su generación, la de los hombres hechos a sí mismos contra los jóvenes blandengues de hoy día.
En este sentido, la escena en la que Stone ayuda a cambiar una rueda pinchada a un muchacho que intenta solucionar su problema a través de un tutorial de internet (descubriendo aterrado que en el lugar no hay cobertura), es toda una declaración de principios por parte de un Eastwood crepuscular, pero que todavía es capaz de hacer un cine, si no magistral, sí mucho más interesante que muchas de las películas que reciben premios en la actualidad. Eastwood toma la palabra por la gente mayor que todavía tiene mucho que enseñarnos acerca de la manera correcta de hacer las cosas.