La respuesta a tal interrogante es casi una obviedad. Las naciones desarrolladas tienen enormes intereses en la región. En primer lugar, desde luego, el crudo que alimenta a la industria norteamericana y europea. Esta riqueza diseminada bajo las arenas del desierto ha sido desde hace décadas el factor fundamental que orienta las luchas políticas en muchos de estos países. La riqueza petrolera ha determinado golpes de estado, asesinatos, guerras, invasiones extranjeras, acciones terroristas y, hoy, insurrecciones populares. En segundo lugar, no podemos olvidar el valor estratégico de toda la región, desde el Estrecho de Gibraltar al canal de Suez, desde el Mar Rojo al Estrecho de Ormuz. El panorama político de aquellos países del norte africano ha sido la presencia invariable de sistemas autocráticos, sea bajo la forma de monarquías, pseudo democracias o, explícitamente, dictaduras militares. Todo ello convirtió a las sociedades árabes en un mundo fosilizado, atrasado, una sociedad altamente desigual, con elites tan ricas como corruptas, y amplias mayorías de analfabetos y pobres.
Este estado de cosas fue no solo legitimado sino sustentado por los gobiernos occidentales, más interesados en facilitar gigantescos contratos para grandes corporaciones petroleras y millonarias ventas de equipos y armamentos a regímenes reñidos con el más mínimo principio democrático. El mismo coronel Gadafi, demonizado en la actualidad por la prensa de todo el mundo, había “hecho las paces” con occidente en nombre del pragmatismo. Las declaraciones de los gobiernos occidentales en torno a los derechos humanos y la democracia resultan ser no sólo de una hipocresía sin límites sino un grotesco. Las corporaciones petroleras y la banca occidental han sido cómplices del coronel libio y su clan, especialmente los gobiernos de Italia, España y Alemania.
Más allá del discurso del presidente Barack Obama en el Cairo, lo cierto es que los Estados Unidos y sus socios europeos están cosechando las culpas de occidente, aquella política que fue sembrada en la era Bush, la intervención militar descarada o el apoyo a regímenes autocráticos serviles a sus intereses. La mecha sigue encendida en diversos países, ya que se trata de una insurrección regional en tiempos de globalización. Occidente está jugando con fuego al pie de un estanque de petróleo. La crisis del Medio Oriente no presagia nada bueno para el mundo: alza en los precios del petróleo y sus derivados, aumento de los flujos migratorios hacia las costas europeas, un clima de violencia generalizado en la región con insospechadas consecuencias en todo el planeta. Cualquiera sea el destino de este proceso histórico, es indudable que el mundo ya no será más lo que solía ser.
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