En la hoguera arden las vergüenzas de una Hispania rota por el caminar de sus cangrejos
Entre martillos y púas, la cara del "empalmado" aguardaba en el perchero a la horquilla de su cuello. En la mesa de Alejandro aún quedaban los restos caducados de Montoro y Gallardón. Restos – en palabras de su creador - de una falla que no consiguió - por desgracia para los suyos – el indulto ciudadano. En la hoguera – decía Alejandro, mientras pintaba las orejas de Urdangarín - arden las vergüenzas de una Hispania rota por el caminar de sus cangrejos. Las grietas de la Corona, los sobresueldos del PP y los yogures de Cañete; sirven a los cinceles de Aristóteles para esculpir los mensajes que se esconden en las sombras de las élites. Mientras unos – los indecentes – se transforman en cenizas ante los ojos del transeúnte. Otros – los honestos – son salvados de la quema por los valores intrínsecos que transmiten las palmas de sus manos. Las mismas palmas rudas y temblorosas que trabajaron como plebeyas en los momentos de la vendimia.
Mientras en el almacén de Cera descansan acostados los muñecos desterrados del escaparate ciudadano, en el Museo de las Fallas permanecen erguidos los ninots indultados de las aguas de Manrique. Es precisamente, este juego artificial entre: los muñecos de la trastienda y los ninots valencianos, el que retrata la maquinaria que mueve los hilos en el sino de las élites. En el Museo de Cera – decía esta mañana, el abuelo de Enriqueta – las esculturas de los rincones simbolizan los lugares que ocupan sus vergüenzas en las luces de sus vida. A tales recovecos, desprovistos de luz y visibilidad, son trasladados los muñecos que están a punto de traspasar las líneas de la trastienda. Allí se sitúan los futbolistas envejecidos y los pasados de moda. Allí, se ubican los personajes que, día tras día, agonizan lentamente en la hoguera de su noticia. Allí, se sitúan los imputados y cuestionados por los ojos ciudadanos. Es, por desgracia, en uno de esos rincones donde los cuerpos estirados de la Infanta y el Duque esperan el momento de ser trasladados a los lugares de la Pantoja. Los mismos lugares oscuros y polvorientos que años atrás acogieron a Jaime de Marichalar.
En las oscuridades de la trastienda, muchos de los acostados, son los elegidos por los talleres de Alejandro para caricaturizar su traslado en las tribunas de la calle. La escenificación del ridículo en las plazas de Valencia sirve al transeúnte para oír los chirridos que desprenden las ruedas de la carretilla. En el museo de la calle, la idealización de la cera se derrite sin decoro ante los cinceles de Aristóteles. Mientras las canas del Duque lucen espléndidas en los fondos del Museo, en las calles de Valencia se convierten en grandes pasos de cebra inundados de dinero. Los rizos de la tonadillera son distorsionados por grandes tentáculos de pulpos adheridos a los ladrillos de Marbella. Probablemente hayan sido tantas las vergüenzas escondidas que, el próximo año en las fallas de Rita, tanto el Duque como la Pantoja, verán como arden sus ninots en el estruendo de la hoguera. Mientras tanto, la Infanta Cristina espera erguida en su rincón de Cera hasta que la carretilla de Castro decida el sino de su muñeca.
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