Por Marco Sanguinetti
Músico (Pibe A, No-Jazz Collective) y diseñador industrial
Dime quién te escucha y te diré cómo suenas. El siglo XXI arrancó hace rato. En la vereda para entrar a escuchar a Valle de Muñecas somos jóvenes (de espíritu) con entre 30 y 50 en el DNI. Hombres barbudos con algunas canas y prominentes panzas, en perfecto equilibrio entre lo primitivo y lo sensible. Algunos pelados también, claro. Mujeres de belleza auténtica no buscada pero inevitable, portadoras de anteojos cancheros y melenas despeinadas. Cuerpos ilustrados con tatuajes precisos, sin exceso de color, muchos jeans y zapatillas. Disfrutadores mensurados del tabaco, el alcohol y otras sustancias. Como siempre, los fumadores son los últimos en ingresar. Con cierta calma, dando tiempo a las cosas, atravesamos las puertas dispuestos a digerir el momento por venir. Vinimos a escuchar buena música.
Jesus and Mary Chain, Bowie, Cure, Radiohead y otros británicos armaron el soundtrack de nuestra juventud. ¿Algo que ver con Valle de Muñecas? Sin dudas, la melancolía, unas guitarras y varios climas. Aunque si jugamos a los parecidos, el ADN seguramente revele algo de Television y R.E.M. Afirmaciones que suenan escandalosas, pero que se vuelven convincentes al realizar un largo viaje en auto en compañía de los discos completos de todos ellos. Y el rock argentino... Abandonó el viejo milenio muy debilitado. Si no fuera por Spinetta, Cerati y Divididos, el rumbo hubiera sido incierto. La cultura futbolera que invadió a esta música no aportó nada más que ritmos básicos para carnavales en malas fiestas de casamiento. Por otra parte, la consagración de los Pomelos, de mirada oculta en lentes y falta de ideas al hablar, expandió un virus de pura postura y poquísima musicalidad.
Valle de Muñecas atrae por su autenticidad. El rock local necesitaba buenos músicos dedicados a hacer buena música. Cuando Manza, Lulo, Mariano y Fernando aparecen en escena se nota que tienen todo bien preparado. Sin anuncios ponen a correr la primera canción potente, una sucesión de acordes bien enfocados. La banda construye los momentos sin dudar, comprometidos con el plan de sonar tan prolijos como si estuvieran grabando un disco en vivo. Con las primeras notas todos revelamos nuestra capacidad de ejecutar algún instrumento ilusorio sobre el aire. Surgen movimientos poco coreográficos, no se hace pogo, tampoco hay danza, sino una sincera expresión corporal en tono rítmico. Acompañamos las letras con poco grito, cantando hacia adentro en rostros de placer o sufrimiento, según corresponda al argumento que se recita. Si estamos sentados, hay un impulso que nos pone de pie. Si estamos parados, el suelo se nos despega un poco de los zapatos. Somos un público cuya principal actividad es la escucha. Todo lo demás nos sucede sin querer.
En escena, Manza (Mariano Esain) vuelca la fuerte identidad musical que ha desarrollado a través de años de gran productividad. “Mapas”, “Ni un diluvio más”, “Gotas en la frente”, “Días de suerte”, “Sábados” o “Cosas que nunca te digo” sirven para comprobar el carácter inconfundible de su voz, su retórica, su forma de armonizar y la sonoridad de su guitarra. Lulo (Luciano Esain) aparece como un baterista con protagonismo, lleno de propuestas, firme y delicado a la vez. Sin el respaldo de su voz ésta sería otra banda. Mariano López Gringauz sabe encontrar el contrapunto entre su bajo y las líneas vocales, además de entrelazarse con las guitarras. Fernando Blanco completa el círculo armónico-rítmico con sus cuerdas enérgicas y precisas, además de sorprender con saltos certeros que ya son imagen registrada de estos shows.
No debe ser fácil poner en vivo el sonido que logra Manza en los discos que produce. Siguiendo su creencia de que “la ansiedad nubla la razón”, se pasa obsesivo el tiempo que sea necesario para lograr la mezcla perfecta. El tratamiento sonoro de La autopista corre del océano hasta el amanecer (tercer disco del grupo, del año 2011) merece repetidas escuchas con fina atención para poder apreciar ese trabajo exhaustivo del productor. Y, sin embargo, la banda en concierto suena detallista y viva a la vez.
Cuando tocan “Mil formas de estrellarme” sabemos que estamos en presencia de un himno y cerca del final de la noche. Ésta y otras canciones de Valle de Muñecas se perfilan como clásicos argentinos. Afortunadamente, son varias las bandas que en los últimos 10 años volvieron a enfocarse en la música y pusieron nuevamente de moda el interés por el rock local. En esa luz más intensa, Manza, Lulo, Mariano y Fernando se abrazan y reciben el aplauso final cargado de afecto y agradecimiento. Lentamente, salimos a la calle donde ya están los fumadores recuperando nicotina. Se percibe la dicha por las buenas horas que pasamos ahí y la ilusión de todos por el próximo disco que, sabemos, pronto estará entre nosotros.
[Foto, gentileza de Martín Santoro]