Musica celestial

Por Desdelaterraza
   El 21 de mayo de 1469 es fiesta de Pentecostés. Un abigarrado gentío ocupa hasta el último rincón de la catedral de Valencia. Nadie quiere perderse el descenso de “La paloma”, tradición muy antigua en la que una paloma, que representa la venida del Espíritu Santo, desciende desde la altura del cimborrio hasta el presbiterio, entre chispas y llamaradas de artificio emanadas por su cuerpecillo de plata. Todo transcurre con el lucimiento esperado: bengalas, olor a incienso y cantos animan la celebración(1).
   Pero al llegar la noche, vacío el templo de fieles, sucede lo que por falta de prudencia no se pudo evitar. Una chispa errante y viva, que había buscado refugio tras el retablo del altar mayor, se alimenta de la madera reseca para dejar de ser brasa y convertirse en llama. Tan deprisa como el fuego crece se da la alarma. El fuego amenaza con destruirlo todo. Entre los que han llegado al oír los gritos de auxilio y la luz con la que el incendio avisa está Lancelot. Es éste un esclavo negro, propiedad del señor de Perellós. Valiente, Lancelot se acerca al altar y se encarama  con  decisión, aun a riesgo de su vida. Cuando desciende, el retablo es ya pasto de las llamas, pero en sus manos lleva a la Virgen y el niño Jesús. Y tan celebrada fue la proeza de Lancelot por el cabildo, que pagaron a su dueño su libertad y manumitido, se le buscó empleo para una digna y decorosa vida en libertad.
   El resultado de aquel desastre no fue sólo la pérdida del retablo, también las pinturas medievales de la capilla resultaron destruidas. Pero pronto se decide reponer lo perdido, porque casi de inmediato, al año siguiente del desgraciado incendio, Rodrigo Borgia, entonces cardenal, ya estaba decidido a recuperar el esplendor perdido por la capilla mayor quemada, empezando por su cielo, es decir, su bóveda. En 1572 son llamados dos italianos: Francesco Pagano y Paolo de San Leocadio, el primero hombre maduro ya y de precaria salud; el segundo joven, pero maestro en la composición de figuras. Parece que fue el joven San Leocadio quien se ocupó fundamentalmente de la obra, y que Pagano apenas intervino en algunos detalles de la decoración y, eso sí, de cobrar las pagas por los trabajos realizados, guardarlos en una caja y repartirlos con San Leocadio de manera muy poco equitativa, lo que condujo a que entre ambos maestros surgieran diferencias y discusiones a veces agrias.

   También el retablo fue objeto de renovación. Con los casi 250 kilos de plata recuperados tras el siniestro, que se funden, se añade más y se encarga uno nuevo. Se sabe que el orfebre italiano Bernabé Tadeo de Piero di Ponce trabajaba en él durante los últimos años del siglo XV y primeros del XVI y que a su término fueron Fernando de los Llanos y Fernando Yañez de la Almedilla, conocidos como los Hernandos, los encargados de pintar las tablas de las grandes puertas del armario que contenía el retablo.



   Pero los tiempos cambian y el gusto por los frescos renacentistas de Pagano y San Leocadio, con las nuevas modas, deja paso a los nuevos aires del barroco. En el siglo XVII la capilla mayor cambia su aspecto, el yeso lo invade todo, figuras y filigranas doradas de todo tipo ocultan cuanto de gótico había, se ciegan los arcos de la girola abajo, más arriba las vidrieras quedan enmarcadas por adinteladas ventanas y hasta la bóveda, morada de los renacentistas ángeles músicos pintados por Paolo de San Leocadio, se ve cubierta por otra cuyo pan de oro resplandece haciendo olvidar al coro de serafines que allí vive. Se hace el silencio, pues. Durante más de tres siglos no será posible oír las trompetas, laudes, arpas, dulzainas, flautas de aquellos ángeles condenados a la oscuridad de su encierro en una cámara, de unos ochenta centímetros, que separa ambas bóvedas, y que los hace ciegos y mudos del mundo de los hombres al que la mano inspirada de San Leocadio los trajo.

   Aún después, pasado otro siglo, otra capa de yeso cubre lo que falta, ahora dando un aspecto más acorde con los tiempos. Las naves y la girola adoptan un aire neoclásico que oculta cuanto de arte bárbaro quedaba. Nada de la fábrica gótica queda a la vista. Pero a mediados del siglo XX la catedral, como dama que aparta el disfraz de su rostro y muestra su hermosa cara, pierde su máscara, enseñando su faz limpia, dejando a la vista el gótico original de la nave principal, y en el XXI, por una casualidad, como resucitados, aparecen aquellos ángeles olvidados, todavía sus instrumentos en sus manos, heridos por aquellos que los enterraron, sucios por el paso del tiempo, pero tan vivos que no tardan en resplandecer. Juzguen quienes los vean y escuchen, casi.



(1) Este tipo de representaciones, fuese en Navidad, Pascua de Resurreción o Pentecostés eran bastante frecuentes. El concilio de Trento, en su afán normalizador, las prohibió. Hoy quedan vestigios de aquellas tradiciones en actos como el famoso Misterio de Elche.