Lo primero que quiero es dejar claro que la entrada de hoy no está subvencionada en modo alguno por Anís del Mono. Además, aprovecho para recomendar el consumo moderado de bebidas alcohólicas.
Una vez aclarado esto os voy a contar que relación tienen en mi vida el Anis del Mono y la música. Creo que en alguna ocasión os he comentado que mis padres son originarios de Andalucía. Mi padre de un pueblo de Córdoba y mi madre de uno de Jaén, pero cercanos entre si. Por ese motivo, los veranos de mi infancia, sobre todo hasta los 9 o 10 años emprendíamos el viaje en nuestro Renault 6 para visitar a mis abuelos y demás familia.
Mi cangreabuelo era un hombre de campo, al igual que su padre y el padre de su padre. Principalmente se dedicaba al cultivo de legumbres, sobre todo de garbanzos, pero después, ya mayor compro una pequeña granja en la que tenía gallinas, algunos cerdos y pavos. Recuerdo ir con él a darles de comer, un poco intimidado por el número de animales, sobre todo con mis antecedentes con los gallos, como ya os conté en esta entrada.
Pero sin lugar a dudas el mayor recuerdo que tengo es el de mi cangreabuelo sentado en su sillón, viendo la televisión después de comer y con la botella de Anís del Mono y su copa de chupito encima de la mesa. No abusaba, sólo se tomaba un chupito de anís y se sentaba a ver la tele, normalmente hasta caer dormido.
Para mi aquello era una especie de ritual mágico y me tenía obsesionado, prácticamente todos los días le decía que lo quería probar, y como es lógico, su respuesta siempre era negativa, y yo lo aceptaba, pero al día siguiente volvía a intentarlo. Aquel olor dulzón me atraía irremediablemente, de hecho hoy sigue haciéndolo, es uno de mis olores favoritos, seguramente influenciado por todos los recuerdos vinculados a el. De hecho, cuando huelo anís, mi mente se traslada hasta aquellos años.
Cada verano era lo mismo, su ritual no cambiaba, y el mío tampoco, con los años seguí preguntándole cada día, y seguía teniendo que conformarme con el olor de aquella diminuta copa. Hasta que un día, después de mi inevitable pregunta, su respuesta fue distinta, aceptó y lleno media copita con aquel brebaje maravilloso que durante años había sido tan deseado por mi.
Recuerdo los nervios que tenía cuando me acerco la copita. La tomé con sumo cuidado para no perder ni una sola gota de aquel elixir y me lo tome de un trago. Como podéis imaginar aquella fue mi primera borrachera, tendría la edad de cangrejito, y aquel dulce brebaje que tanto había anhelado se transformó en fuego nada más entrar en mi boca, quemando todo cuanto encontraba en su camino. Me puse rojo, muy rojo, no podía hablar y al poco tiempo, empecé a notar que todo a mi alrededor se movía de forma extraña.
Esa fue la última vez que le pedí a mi abuelo que me dejara probar aquel diabólico líquido. De hecho, no he vuelto a beber anís nunca más, detesto su sabor, pero su olor, su olor me embriaga, me hace viajar a aquellos años, a aquellos veranos con todo lo que en ellos viví.
La canción que he elegido y que va ligada a esta historia es una canción que mi padre siempre silbaba, en los viajes, por aquel entonces nuestro coche no tenía radiocasete, bueno si, a veces nos llevábamos el grande y con pilas mi hermana amenizaba el viaje, aunque yo me dedicaba a los cómics. Pero mi padre, silbaba una y otra vez esta canción de Los Relámpagos. Incluso hoy día, me descubro a mi mismo silbando esa melodía, más veces de lo que me gustaría reconocer.