Todos los viajes nos permiten vivir una porción de esa gran tarta de diferentes sabores que es el mundo y su historia. El pedacito de pastel que en esta ocasión hemos disfrutado es Myanmar, hasta hace unos años conocida como Birmania.
Con anterioridad, habíamos visitado varios de los países que la rodean o que están muy cercanos a ella, pero a causa de los sucesivos regímenes militares en los que se ha visto inmersa gran parte del siglo pasado y que se han extendido hasta hace bien poco, apenas se había abierto al turismo.
Fue justo eso, que el turismo no está todavía masificado, lo que nos llevó a decidir realizar este viaje ahora, antes de que todo cambie. Porque, nos guste o no, este mundo globalizado en el que vivimos hará cambiar a Myanmar.
Por el momento, es un país sin grandes masas turísticas, donde se puede ir tranquilamente sin sentirse acosado por aquellos que intentan vendernos algo. Hay vendedores, de hecho el turismo se está convirtiendo en una de sus formas de vida, pero no resultan agobiantes. Quizás sea su voz suave, el Mingalabar!, saludo con el que te reciben, o la pureza de las sonrisas que afloran en sus caras desde el primer momento en que se dirigen a nosotros, pero en ningún momento llegué a sentirme incómoda.
Viajamos en plena estación de los monzones, la menos aconsejada, pero motivos profesionales obligan y no podíamos hacerlo en otra época, aunque este inconveniente también puede tener su encanto y sus ventajas: temporada baja, menor número de turistas, mejor servicio, precios más bajos, un verde espléndido en la naturaleza y, en algunos momentos, la agradable sensación de ser los únicos que estábamos deleitándonos de unas escenas irrepetibles: como cuando estuvimos observando como recogían el jengibre en las plantaciones de Kalaw, o pasamos el rato viendo a los niños jugar en el patio de un colegio o charlamos con los monjes al finalizar nuestra visita en un monasterio, sin olvidar los últimos mágicos minutos de nuestra visita a la Pagoda de Shwedagon en Yangon donde una veintena de pequeñas monjas nos dejaron extasiados con sus cánticos y su disciplina.
Llegamos a Yangon vía Singapur, ya que habíamos elegido volar con la compañía aérea Singapore Airlines, una de las mejores que conozco junto con Emirates Airlines. Yangon nos recibió nublado, sin temperaturas excesivas pero la sensación de calor se veía incrementada por el alto porcentaje de humedad.
Fue allí, en la antigua capital del país, el único lugar en que la lluvia nos sorprendió mientras paseamos por el sendero de madera que bordea el Lago Kandawgyi.
Yangon merece que le dediquemos, al menos, un par de días. Uno de ellos para callejear sin prisas por el centro, la ciudad vieja, mientras nos recreamos observando la vida birmana e imaginamos lo que fueron el gran número de edificios coloniales que la ciudad conserva. Otro día para visitar el Buda reclinado en la Chaukhtatgyi Paya, pasear por alguno de sus mercados callejeros, experimentar un viaje en el tren circular que recorre Yangon, y como no, para visitar las pagodas de Sule y Shwedagon.
A ésta última es mejor acercarse por la tarde y permanecer allí hasta el anochecer, momento en que la pagoda se transforma, toma otra vida, los monjes y monjas salen a orar y la ornamentación dorada de las pagodas se ilumina y contrasta con el azul noche del cielo.
Tras nuestro paso por Yangon, pasamos dos días en Bagan, la tierra donde crecen las pagodas, y es que viéndola desde la altura parecía justo eso, un campo infinito de tierra roja salpicado de palmeras y acacias de cuyas entrañas emergían pagodas.
Grandes, pequeñas, sencillas, de ladrillo, pintadas de blanco o, las menos, con la parte superior dorada, confundidas a veces por el color de la tierra y la luz del sol, y realzadas cuando se encontraban rodeadas de vegetación. Este decorado no deja a nadie impasible, es de una belleza serena, transmite paz y nos da sensación de bienestar, inevitablemente queda grabado en nuestra memoria.
Dejamos Bagan para trasladarnos a Kalaw, un pequeño paraíso para los amantes del trekking. De Kalaw nos cautivaron sus campos, las plantaciones que estuvimos visitando, la amabilidad de sus gentes, perdernos por el mercado local de los cinco días en que gentes de otros pueblos vienen aquí a vender sus mercancía, la visita a un monasterio en el que nos ofrecieron té y frutos secos y, cerca de allí, en Pindaya, nos llamó la atención la Gruta de los 8500 budas dorados, personalmente, más por su ubicación que por su contenido.
Nuestro siguiente destino era el Lago Inle, el cuál exige dedicarle no menos de dos días completos. Hay que navegarlo sin cesar, tanto por su parte central para conocer sus curiosas artes de pesca, como adentrarse en los pequeños canales que el monzón abre y que nunca son los mismos. Es la forma de llegar al verdadero Inle, conocer cómo viven sus gentes, cómo elaboran las tortas de arroz o cómo se las ingenian para cultivar tomates sobre el agua.
Existe un pequeño mundo sobre el lago y se necesitan varios días para recorrerlo. Sin duda, uno de los grandes atractivos del viaje, lugar donde se producen esos momentos o sensaciones que permanecen imborrables en nuestra memoria, de tal forma que, ahora mismo, puedo percibir el viento húmedo en mi cara y el sonido de las canoas de teka.
Mandalay se convertía en nuestro último destino en Myanmar, al que sólo pudimos dedicar un día completo y, al menos, otro más nos hubiera permitido conocerla más a fondo.
Embarcamos en una barcaza que nos llevó hasta Mingun para conocer la Pagoda inacabada de Pahtodawgyiy la campana más grande del mundo. Después, y tras comer junto al río, pudimos conocer la vida del Monasterio Maha Ganayon Kyaung, uno de los más grandes de Myanmar, donde conviven más de 1000 monjes de todas las edades, y finalizamos el día paseando por el Puente U Bein, puente de teka de una longitud de kilómetro y medio, donde se puede disfrutar de bellos atardeceres y que a esas horas de la tarde se encontraba de lo más concurrido.
Nunca son suficientes los días que dedicamos a un viaje, al menos es la sensación que siempre me queda, aunque sí bastan para hacerse una idea del país y, ¿quién sabe?, quizás en otra ocasión poder volver, aún sabiendo que entonces ya será un Myanmar diferente.
Myanmar quiere decir "rápido" y "fuerte", refleja bien la personalidad de sus gentes que han sabido resistir adversidades y de manera ágil se están adaptando al futuro y aprovechando oportunidades, sólo espero que sus sonrisas sigan conteniendo la misma pureza que yo he encontrado.
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Bon Voyage!