Autor: Julio M. Freixa
Portada: Julio M. Freixa
Publicado en: Septiembre 2016
Hay un nuevo maníaco en la ciudad. Su nombre es Lucky Dice y acostumbra a dejar un dado de casino junto a cada una de sus víctimas. ¿Cuál será su destino, y de qué modo afectará a los Mystery Men?
Aquella noche la luna tampoco hizo acto de presencia sobre Empire City. Al parecer, ni siquiera aquel triste satélite se había librado de los efectos de la Gran Depresión. El sueño inquieto del inspector Jordan se vio interrumpido a las dos de la madrugada por el escandaloso timbre del teléfono. Con una maldición, agarró el auricular y contestó con voz pastosa, a medida que su cerebro iba disipando las brumas de Morfeo. Un escueto mensaje al otro lado del hilo le transmitió el mensaje que ya esperaba: sus servicios eran requeridos. Una dirección fue todo lo que necesitó para ponerse en marcha.
«¡Qué demonios!», se dijo. De todos modos, casi no se podía dormir con aquella maldita ola de calor; casi valía más salir a darse un garbeo. Para cuando llegó a la escena del crimen, el perímetro de seguridad ya estaba dispuesto.
—Por aquí, inspector Jordan —dijo el sargento de policía Carabaggio—. Tiene que ver esto.
—Espero que sea algo jodidamente interesante, para sacarme de la cama a estas horas, Buddy
—contestó, sin sacarse de entre los dientes el cigarrillo rubio sin boquilla.
—Juzgue usted mismo —fue su lacónica respuesta.
En mitad del callejón, medio oculto por la basura y las hojas de periódico, yacía un hombre bocabajo. Iba vestido con un elegante traje de algodón, pero no del tipo que usaría un empleado de banca. Correspondía más bien a la moda imperante entre los aficionados a la vida nocturna de la ciudad. A simple vista no se distinguían señales de violencia en el cuerpo.
—¿Cómo murió?
—Lo crea o no, inspector, alguien le hizo tragar una gran cantidad de dados de casino hasta asfixiarlo. El pobre diablo tuvo una muerte horrible.
—¿Dados de casino? —exclamó, abriendo los ojos como un búho al oír aquello—. Ya van tres asesinatos del mismo estilo en lo que va de semana.
—Sí, inspector. Parece que estamos ante una especie de perturbado, un asesino en serie. Los periódicos han empezado a llamarlo Lucky Dice. Muy apropiado, ¿no cree?
El inspector Jordan torció el gesto. Si había algo que lo desagradara más que perseguir un asesino en serie, era que la prensa tuviera ya las narices metidas en el caso.
—¿Se sabe algo de la víctima?
—Llevaba encima la cartera —contestó Carabaggio, mostrándole la cartera que contenía un documento de identidad americano—. Rocco Goretti. Era uno de los gorilas del don Santo Tinelli. Creemos que venía de cobrar un soborno. El asesino ni siquiera se molestó en registrarle la ropa, de lo contrario habría encontrado el sobre.
—Hasta ahora, todas sus víctimas son hampones —dijo Jordan, exhalando una bocanada de humo—. No estamos ante un criminal vulgar, Buddy. Es un vigilante.
En un almacén abandonado a las afueras del barrio obrero, un hombre sudoroso se retorcía tratando de romper sus ataduras. Apenas recordaba cómo había acabado allí, un agujero mal ventilado cuyo único mobiliario era la mesa desvencijada a la que estaba sujeto con correas, y un banco de trabajo a su derecha. Si se esforzaba, podía mover el cuello unos treinta grados alrededor. Sin embargo, no podía ver más allá del cerco luminoso que proyectaba sobre él una potente lámpara colgante. Trató de gritar, pero quienquiera que fuese el responsable de su cautiverio, lo había amordazado a conciencia. A pesar de que reinaba el más absoluto de los silencios, supo que no estaba solo en aquella habitación.
—Hola, Jimmy —dijo una voz desde las sombras—. ¿Has dormido bien?
—...
—Oh, entiendo. No puedes hablar. Da igual, bastará con que escuches lo que tengo que decir. —La voz estaba llena de matices, como recubierta de terciopelo y satén. Al mismo tiempo, rezumaba infinita crueldad.
—...
—Supongo que esos ruiditos que haces significarán que estás tratando de amenazarme. Tranquilo, no te lo tendré en cuenta. Es una fase necesaria del proceso. Pronto aceptarás toda esta puta situación y entonces comprenderás que ya estás muerto.
—...
—Creo que ya casi estás en la parte en la que te pones a suplicar. Créeme, eso es del todo inútil. Algunos también intentan sobornarme, prometiéndome todo tipo de cosas si les dejo en libertad. Ahórratelo, tampoco serviría.
—...
—Quieres saber por qué aún respiras, ¿no es así? Verás, resulta que esta es una de esas raras noches en las que me siento locuaz. En el fondo, eres un tipo afortunado; vas a escuchar mi pequeña historia.
—La voz sin rostro hizo una pausa, como escogiendo las palabras adecuadas. Después, continuó desde la oscuridad:
—Mi nombre verdadero no te importa. Todo lo que necesitas saber de mí es que siempre fui un chico estudioso. Mi padre, un inmigrante judío, levantó su empresa de transportes desde la nada. Me crie junto a mis dos hermanos mayores, en un barrio obrero como este. Mi madre nos inculcó buenos valores, de eso puedes estar seguro. No diré que me he convertido en un asesino por tener una infancia difícil, ni todas esas mamonadas. Todo lo malo vino después.
»Mis dos hermanos fueron llamados a filas para combatir en Europa. Ninguno volvió con vida. Así que, de la noche a la mañana, me quedé como hijo único. Tenía solo doce años. Por si esto fuera poco, mi madre murió de tuberculosis. El viejo nunca lo superó, volviéndose un tanto obsesivo respecto a mí. De repente, yo era su única esperanza. Todo lo que le quedaba para seguir luchando en este país de cartón piedra. ¿El Sueño Americano? No para un judío sin dinero.
»Puso todo su empeño en que yo pudiera acudir a la mejor universidad, para cursar ingeniería química. Quería que me convirtiese en un hombre de provecho. Qué ironía, ¿verdad?
»Algún cabrón sin escrúpulos le recomendó que invirtiese en bolsa, y él puso todos sus ahorros en unos bonos que al cabo de una semana no valían ni lo que el papel en el que iban impresos. De repente, mi futuro se desvanecía ante sus ojos. Eso lo llevó a cometer su segundo gran error: acudir a un prestamista.
»Un terrateniente de Santo Tinelli, llamado Gino, le prestó dinero para la matrícula de mi primer año en la universidad de UCLA, y algo más para los gastos. El prestamista tenía su oficina en la trastienda de un garito de juego ilegal. Antes de irse, mi padre cayó en la tentación de la ruleta y el blackjack. Perdió todo lo prestado, además de la casa familiar. Desesperado, trató de huir. Le llenaron el cuerpo de plomo.
El hombre atado a la mesa había permanecido rígido como una estatua durante todo el relato. Unos pasos le anunciaron que su misterioso captor se acercaba hacia él.
—Ahora, dime dónde puedo encontrar a Gino. —Una mano enguantada le arrancó la cinta adhesiva de los labios con un movimiento enérgico. Cuando se repuso del dolor, cayó en la cuenta de que todavía no podía verle el rostro, velado por las sombras.
—No... no sé nada —balbució el prisionero—. Juro que no...
Un puño de piedra maciza se estrelló en su mandíbula, llevándolo a explorar nuevas dimensiones de la palabra dolor. La voz retomó su discurso, imperturbable:
—Me quedé sin ir a la universidad por culpa de Gino. Por eso entré a trabajar en un laboratorio farmacéutico, como aprendiz. Era lo más parecido a lo que podía aspirar, sin formación. Siempre fui un chico observador. Aprendí a elaborar ciertos compuestos químicos de lo más interesante. ¿Te gusta el ácido? —La mano sostenía esta vez una probeta de líquido amarillo sobre su frente. Con un movimiento suave, la llevó a la altura de su entrepierna.
—¡No! ¡No lo hagas! —gritó—. Nadie sabe dónde está Gino...
—Tal vez esto te ayude a recordar. Una lástima que me echaran del laboratorio, cuando me pillaron robando pequeñas cantidades de reactivos. En realidad, se trataba de poca cosa. Creo que lo que les molestaba era lo rápido que aprendía. Eso, además de mi origen judío. Pasó algún tiempo hasta que pude encontrar otro trabajo acorde con mis inquietudes. Esta vez, de vigilante nocturno en el almacén de una empresa mayorista que comerciaba con productos químicos. De hecho, deberíamos ir terminando ya esta pequeña entrevista, antes de que llegue mi relevo y me eche en falta.
Unas gotas de ácido cayeron directamente en los lustrosos zapatos del prisionero, emitiendo un siseo y un desagradable olor a goma quemada, a medida que la suela se iba disolviendo.
—Acabemos con esto de una vez —dijo la voz—. ¿Vas a decirme dónde encontrar a Gino, o tengo que quemarte vivo primero?
—Yo... yo... —repitió el hombre indefenso, antes de notar el mordisco del ácido en los dedos de los pies—. ¡Aaaaaargh! ¡Estás loco! ¡Loco!
Entonces, la figura misteriosa dio un paso al frente, quedando iluminada por completo. Su rostro, bajo el sombrero de ala ancha, era blanco como la nieve. Alrededor del ojo izquierdo llevaba pulcramente pintada una pica negra, enmarcándolo. Pero lo peor de todo era aquella sonrisa... ¡la sonrisa enfebrecida de un demente!
—Vaya. En eso estamos de acuerdo. —Y vació el resto del contenido de la probeta en las rodillas de su prisionero.
—¡Aaaaaaaaargh! ¡Dios! —aulló—. ¡El King Astaire! ¡Suele ir allí casi todas las noches!
—¿Te das cuenta de cómo el ácido puede mejorar la memoria? Es asombroso. Te recomiendo una doble dosis... —Con ambas manos, alzó una garrafa de veinte galones, derramando seguidamente su contenido sobre el rostro de su víctima. La agonía fue rápida, aunque desgarradora. El Antes de irse, Lucky Dice dejó un pequeño souvenir junto al cuerpo sin vida. Se trataba de un dado de casino.
Continuará...
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