Na Vandru

Por Humbertodib

Puedes encontrarlo en Praga, en el número 37 de la calle Cimburkova, en el distrito 3. No está cerca del reloj astronómico ni del puente de Carlos, sino en el centro de la pintoresca -aunque un tanto decaída- movida nocturna checa. Se llama Na Vandru y es un barcito de decorado variopinto en el que, cada noche, toca una banda de Dixieland. No todos los parroquianos están de acuerdo con que allí sólo se escuche Dixieland. Ya hubo discusiones exaltadas al respecto, pues algunos consideran que es un ritmo foráneo y que sería más propio disfrutar de un cuarteto de cuerdas tocando a Smetana o Janáček. Veinte años de un nuevo régimen político no es tanto tiempo como para que se acepte, sin protestar, un cambio que también afectó a la música, por supuesto. Sea como fuere, puedes escuchar buenas tonadas en el Na Vandru. La orquesta del Na Vandru está formada por seis instrumentos: un contrabajo, un saxo alto, un banyo, una trompeta, una guitarra eléctrica y un trombón. Pero el que más se destaca es Zdenĕk, en el saxo alto, tanto por su instrumento (un Yanagisawa A902), como por su destreza para ejecutarlo. Cada vez que llega su turno en las improvisaciones, se levanta, inclina el cuerpo hacía atrás y deja vagar las notas, entonces tienes la sensación de estar escuchando la propia voz quejumbrosa de Zdenĕk, apenas tamizada por el bronce del saxofón. El dueño del Na Vandru es un sujeto de edad indefinida con cara de Franz, Friedhelm o Fritz. Nunca supe su nombre, pero tiene una “F” estampada en la frente. Sé que es alemán y que domina muchos idiomas. En un segundo, consigue detectar ciertas características en la apariencia de los que entran en el Na Vandru y comienza a hablarles en su lengua. Acierta con una puntería que sorprende. Cuando te sientas, F se acerca haciendo sonar sus zuecos de madera contra las baldosas y, antes de que puedas decir una palabra, te pone una pinta de Pilsner Urquell sobre la mesa. Y como también sirven un buen goulash en este bar, no puedes resistirte a zampártelo, entonces todo se vuelve una rueda insistente de comida y bebida que sólo finaliza cuando el cliente se marcha. Hay una mujer muy sola en el Na Vandru, se sienta todas las noches a la misma mesa, bebe algunas cervezas y fuma un cigarro tras otro, mientras juguetea inquietamente con su mechero. Se comenta que aguarda a un hombre que la conoció allí y que alguna vez la amó, pero como su querido no volverá, ella consume su vida en la espera, detenida como un viejo vídeo que hubiera sido olvidado en pausa hace años. A una mesa de distancia, justo en frente, hay un hombre que también aguarda, bebiendo y fumando, sin embargo la espera de ambos no se cruza, sus miradas pasan de largo, como si ninguno existiera en la realidad del otro. Alguna vez existió la esperanza de que sucediera algo entre ellos, pero fue en vano, ahora son dos fantasmas inofensivos a los que nadie les teme y de los que todos escapan. En el Na Vandru los músicos tocan por la comida. A eso de las 21.30, ni bien finaliza la primera presentación de diez u once temas, F les acerca un plato de goulash o de cerdo asado con col. Entonces ellos dejan sus instrumentos en los soportes y cenan sin demasiado apuro ni entusiasmo, pero a medida que van terminando, de a uno se acoplan a los acordes de un nuevo Dixie, lo que le da a la primera canción un efecto in crescendo, más propio del Bolero de Ravel. Más tarde, sobre el final de la noche, F golpea una campana para avisar que en unos minutos va a pasar por las mesas. Con su sombrero tirolés extendido y una leve reverencia, les indica a los clientes que pueden soltar algunas monedas para los músicos. Nunca se juntan más de 250 coronas, pero tampoco esperan demasiado, la cena y algo de dinero para los cigarros es suficiente para estas almas bohemias. Cada tanto renace la discusión de por qué sólo se toca Dixieland en el Na Vandru. Tanto los que están a favor como los que exigen un cambio, esgrimen razones de todo tipo, pero nunca llegan a un acuerdo. Dicen, por ejemplo, que deberían tocarlo con los instrumentos adecuados, pues falta un piano y una batería, otros afirman que habría en juego una cuestión patriótica o algo por el estilo. Cuando se agota el debate, las protestas se dirigen a F, quien sólo responde que no tiene una explicación cierta, pero asegura que las veces que intentó llevar otro tipo de música, muy pocos habían querido entrar en el bar. Incluso los mismos que tan airadamente protestaban se quedaban merodeando por la entrada, mirando hacia adentro de reojo, como si desconocieran el lugar. Lo cierto es que, después de tantos desacuerdos y discusiones, todos se amigan, beben sus cervezas, mueven los pies al ritmo de cada canción y aclaman a viva voz las improvisaciones de Zdenĕk. Si te decides a ir, vas a comprobar que existe un vínculo muy fuerte entre el Na Vandru y el Dixie.
El Dixieland tiene los colores del sur de los Estados unidos, y a pesar de que para muchos está pasado de moda, todavía continúa siendo la música preferida de Sonny, un anciano muy querido en la ciudad de Jackson, ya que es uno de los pocos combatientes de la Segunda Gran Guerra que todavía está vivo. De pequeño trabajaba en el campo, sus manos no habían sido hechas para las armas, sin embargo, hace muchos años tuvo que cargar un fusil automático Browning. Lo disparó sólo una vez y fue para salvar su vida en una isla perdida al sur de Japón. Sonny aún recuerda la cara de aquel soldadito japonés, tan joven como él, quien, con más sorpresa que dolor, recibía el tiro en el pecho.
Zdenĕk tiene 82 años y fue uno de los tantos adolescentes que se alzó en Praga el 5 de mayo de 1945. Muchas noches, mientras deja que su saxo peregrine por las melodiosas improvisaciones, su mente se remonta a aquellos tres días en los que arrojó piedras, derribó carteles con símbolos nazis y defendió las barricadas cerca de la Radio Checa. Lo que se resiste a recordar es que muchos de sus amigos dejaron la vida en aquella insurgencia. El hado de Zdenĕk lo llevó por caminos muy diversos y penosos, pero un día encontró cierta paz en el saxo. Como su situación económica nunca fue holgada, tuvo que ahorrar bastante tiempo hasta que pudo comprarse el instrumento de sus sueños: un Yanagisawa de bronce al fósforo. Este magnífico saxofón, que ahora suena todas las noches en el Na Vandru, fue forjado por las manos de un luthier llamado Takumi.
Takumi vive en Itabashi, al norte de Tokio. Desde pequeño albergó la ilusión de ejecutar un instrumento musical, pero no tenía la habilidad para hacerlo. Su viuda madre lo alentó a que intentase con casi todos, comenzó con el piano y terminó con la batería, es decir, la batería terminó con él. Cuando ya se resignaba a abandonar el arte, en la biblioteca de su barrio, descubrió una biografía del inventor del saxofón. Desde ese instante, una nueva luz brilló en él y se dedicó con empeño a aprenderlo todo acerca de este instrumento. Hoy es uno de los maestros artesanos encargados de la línea de saxos altos Yanagisawa. Takumi tiene 68 años y es hijo de un soldado desconocido que fue muerto por un proyectil de Browning en la batalla de Iwo Jima.
            Ni Sonny, ni Zdenĕk, ni Takumi se conocen -jamás se conocerán- pero sus vidas se alían, cada noche, cuando escuchas cómo el saxofón dibuja improvisaciones sobre los sones de Tiger Rag. Sí, se bebe mucha cerveza en el Na Vandru y la gente aplaude a rabiar.

http://youtu.be/LmVRd4oHKcI