Nacido del barro, erguido entre la bruma: Valhalla Rising. El poder de la forma contra la indulgencia del autor, una aventura hacia la nada

Publicado el 02 junio 2010 por Esbilla

Valhalla Rising

Director: Nicolas Winding Refn

2009

Dinamarca

90 min.

Fotografía: Morten Søborg

Música: Peter Kyed y Peter Peter

Guión: Roy Jacobsen y Nicolas Winding Refn

Reparto: Mads Mikkelsen, Gary Lewis, Jamie Sives, Ewan Stewart, Alexander Morton, Callum Mitchell, Douglas Russell

Nuevamente un título actualísimo aparece por aquí, pero en este caso perfectamente encuadrado dentro de una operación arqueológica por anticipado, ya que no es difícil adivinar que Valhalla Rising o no se estrenará o pasará volando entre la incomprensión general. Y lo hará no porque se lo merezca, es un film desperdiciado pero no carece de interés, sino porque no encontrará a su público.

Cualquiera que vea el trailer y las promociones sobre este nuevo film del (supuesto) talento danés Nicolas Winding Refn pensará encontrase una aguerrida historia primitiva, con una visión “realismo sucio” de las cintas de vikingos que quizás se acerque a lo propuesto por Brian Wood en ese corajudo tebeo de antropología aventuresca que es Northlanders, una seca lectura desde el lenguaje del presente de los motivos del pasado. La realidad es que la peripecia de One-Eye, el esclavo guerrero que viajará del barro al horizonte, no tiene nada de eso. La publicidad vuelve a ser un reclamo deshonesto que provocará el rechazo sistemático de gran parte de la audiencia, no por los méritos o insuficiencias de la cinta sino porque, como decía arriba, vende lo no es.

Si bien es cierto que tras el hermoso título de resonancias legendarias existe ese revisionismo brutal, este termina por resultar más decorativista que otra cosa, es decir, no afecta prácticamente a lo que se cuenta y ni siquiera a como se cuenta. La ambientación bárbara es poco más que un añadido que da garra y color a la película acercándola a una cierta imaginería conocida, que remite por igual al clásico absoluto de Richard Fleischer, Los Vikingos (el protagonista es tuerto al igual que el imborrable Einar que componía un expansivo Kirk Douglas en 1958)  que a trabajos como El guía del desfiladero en su versión original de 1987 dirigida por el noruego Nils Gaup  y su carga de misticismo o especialmente, saliendose del marco vikingo pero no de los mismos campos estético /conceptuales,  al primer Vincent Ward (autor a su vez con un claro deje herzogiano), el de Vigil en 1984 o Navigator, una odisea en el tiempo (de la que retoma por cierto la idea de las visiones que luego comentaré) en 1988. Propuestas insólitas donde el neozelandés aspiraba a una fabulación metafísica, presente aquí también, y que anunciabán a un director personalísimo y condenado a la marginalidad. Lo que Valhalla Rising acaba por plantear podría estar igualmente englobado en terrenos de la ciencia-ficción, pertenecer a un film sobre la conquista de América, a una revisitación atroz del swashbuckler o del peplum…Son vikingos porque estos proyectan sobre el espectador un aura mitológica, sangrienta y audaz, la idea de hombres capaces de todo, hombres de relato, de historias más que de historia, hombres por encima de los hombres.

Y es que esto es lo que Valhalla Rising es en realidad, un film puramente metafísico que pretende convertir su forma fílmica en respuesta externa al conflicto conceptual. Un trabajo sensorial que usa los cuerpos y las acciones como paisaje. Hay que decir ya que no lo logra, terminando por convertirse en una empanada de referentes mal digeridos por culpa de un concepto de la autoría propio de quien sin saber dibujar como Velazquez pretende pintar como un niño. O como Werner Herzog en este caso.

Esta correspondencia, elogiable por lo que tiene de dificultad, ya estaba planteada en semejantes términos en la anterior realización del director -que saltó a la fama a mediados de los 90 con aquella Pusher (que llegó a ser trilogía), sórdido retrato de la criminalidad danesa vendido internacionalmente al rebufo del éxito del Trainspotting de Danny Boyle-: Bronson, especie de biopic mental y fragmentario sobre el legendario preso británico Michael Peterson (aka Charles Bronson), amo de las prisiones británicas desde los 70, personaje, nuevamente, de leyenda, una figura real convertida en cultura popular. Refn salda el invento -que por otra parte saquea sin mayores escrupulos de otra cinta de similar temática/recursos pero netamente superior: la australiana Chopper: dirigida por Andrew Dominik en el 2000 y con un Eric Bana tremebundo como leyenda carcelaria y ultraparanoico absoluto- con una catarata de efectismos de todo pelaje y una agresividad audiovisual en el límite de lo soportable. Aturdidor y cargante, trabaja por saturación y sus aciertos son fagocitados por sus excesos: ahora comedia del absurdo, ahora revuelto kubrickiano. Y así y todo no carece de interés.

Lo mismo en esta ocasión. Si bien el resultado global son unos eternos 90 minutos estirados a base de pretenciosidad sin límites y cripticismo estragante que se quiere significativo y no resulta más que irritante haciendo lamentar que el poderío presente en la primera mitad del metraje –centrado en la cruel condición de One-Eye, de quien no sabemos más allá de que es una luchador mudo de extrema ferocidad que no ha durado más de cinco años con el mismo amo y que solo se deja tocar por un niño que lo alimenta y pinta su cuerpo de extraños símbolos en una imagen que mezcla ternura y violencia a partes iguales en lo que ya anuncia el mayor acierto del film: esa identificación del cuerpo con la naturaleza- no se extienda a la dispersión insufrible y a las influencias sin filtrar de la segunda. No es menos verdad que la audacia que supone un proyecto de estas características hacen que merezca la pena acercarse a él pese a la aridez final y la casi garantiza sensación de haber visto algo exactamente tan vacío como aparenta.

En cualquier caso es en este inicio donde se agolpan los aciertos. La sensación palpable que transmite la fotografía húmeda(por mucho que la dirección ya de signos de estar enbobada con las posibilidades de las cámaras de alta definición) unida a un tempo parsimonioso impuesto por secuencias largas y planos fijos, la fisicidad de una concreción (la atención al detalle, como la punta de flecha encontrada) que aspira paradójicamente, a la abstracción. Acumulando aciertos formales -los obsesivos encuadres con los rostros, especialmente el del afilado Mads Mikkelsen, en un lateral de la imagen invadiendo el plano y recortándose contra el paisaje, integrándose en la naturaleza como montañas, igual de castigadas, igual de inhóspitas – y apuntando ideas que luego no se desarrollaran –principalmente la contraposición entre la decadencia pagana y el avance de la religión católica principalmente, sugerente rama crepuscular usada solo como ruido de fondo-, exhibiendo una contundencia en la planificación y resolución de las fulgurantes escenas de combate (que deja planos tan extrañamente bellos como el del luchador estrangulado en medio del barro con la cuerda que sujeta a One-Eye a un poste), extremadamente gráficas donde la decisión de recurrir a la sangre digital (como Takeshi Kitano hizo en su Zatoichi o como hace la serie Espartacus: Blood and Sand) no compromete el verismo. Igualmente aparece aquí una de las soluciones más sorprendentes y discutibles: el uso de unos flashes que anticipan momentos futuros virados en rojo. Nunca queda claro la naturaleza de estas visiones, no se sabe si son introducidos por el director como narrador omnisciente o si bien pueden dar a entender ciertas capacidades precognitivas en el personaje de Mikkelsen. Sin duda esta segunda opción es mucho más jugosa, abriendo la posibilidad, tanto de una idea fatalista del destino, como de un componente fantastique muy agradecido. Un puñado nada despreciable de buenas ideas y una meditada puesta en escena, que si bien no escapa totalmente a una afectación que parece propia del director si la integra bien entre el ritmo contemplativo y los estallidos de violencia que casi se diría una aclimatación de ciertas constantes del chambara y de sus imperturbables ronin de aspecto desarrapado y espada infalible; sin despreciar que, esa relación con el niño casi pueda verse como una cita al Lobo Solitario y su cachorro mezclada con una ambiente de fin de los tiempos que se acercaría a una variante vikinga de La Carretera de Cormac MaCarthy.Lamentablemente al director parece cansarle el tono de este primer bloque y deja avanzar el asunto hacia territorios cada vez más farragosos, supuestamente estilizados y francamente confusos -incluso abusa de la ese recurso de la cámara al hombro que sigue a los personajes obsesivamente que parece haberse puesto de moda como una infiltración del lenguaje del reporterismo y que con tanta fortuna empleó Darren Aronofsky en la, por otra parte, sobredimensionada El luchador-.

Tras huir (en una escaramuza que culmina con la extracción del paquete intestinal de uno de sus esclavizadores), el héroe y el niño, que ahora es su voz configurándose ambos personajes en uno solo, se embarcará en un desquiciado viaje en busca de Jerusalén en compañía de una partida de iluminados soldados cristianos. Lo que se preveía una venganza de dimensiones míticas vira hacia la temática definitiva del relato de aventuras: el viaje.

Sin solución de continuidad estamos en otra película, en una donde las influencias del cine salvajemente naturalista e hipnótico de Herzog en lugar de enriquecer, como hacían con el tercio inicial, terminan por devorar todo lo que sigue en un festival de intoxicación autoral. Una conversión en un Aguirre, la cólera de Dios condensado, con el pequeño grupo embarcado en un viaje físico y mental a un infierno natural que pretende replicar la “experiencia Kinski” de la obra maestra del alemán con lamentables resultados.

Tragados por una niebla eterna, metáfora del “paso” a un inframundo desconocido en el que purgarse, aparecerá entonces el río y el bosque como representaciones corporeizadas de los delirios y los terrores, atacará un enemigo oculto que fuerza mentes y expulsa a los conquistadores como excrecencias o virus contaminantes. El horror, el horror. Esa, parafraseando a Nacho Vegas, “guerra tan cruel como la de uno contra uno mismo”. Pero todo sabe artificial, precocinado y  falsificado. Falta la pulsión de la locura genuina. Sustituida por una autoconsciencia petulante saturada de  diálogos absurdos, acciones sin continuidad, crescendos abortados, ralentizaciones soporíferas y unas ambiciones simbólicas ridículas a las que ni siquiera salva la irrefutable belleza de la imagen o la perdurable fuerza del viaje como metáfora total y componente cardinal de “la aventura”. Un film que pudo ser hierro y no es más que plomo.


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