Llevaba varios días sintiendo que el momento estaba cerca, mi cuerpo me lo decía, tú me lo decías; por eso, esa mañana en el hospital cuando me hablaban de plazos, protocolos, etc, estaba tranquila. Tenía la certeza de que todo sucedería antes… de que tu viaje, nuestro viaje, ya había comenzado.
Hacía dos noches que mi vientre se estremecía anunciando tu llegada. Esa primera noche, fue sólo un aviso, el preludio, una marea irregular de apenas cuatro horas, que me dejó con ganas de más. Nunca pensé que ante el dolor, uno pudiese querer más dolor; pero eso sentí yo, el deseo irracional de que fuera a más, que no parara. Pero paró.
Y llegó el día siguiente, la noche siguiente y yo esperaba anhelante alguna señal. Mi mente no paraba quieta, buceaba en mi interior, intentado llegar a ti, y mi corazón latía con fuerza al sentir nuestra conexión. Me acompañaban esas lindas cartas recibidas, pedazos de almas queridas que habían volcado en el papel, sus esperanzas y deseos para mí, para ti. De repente, después de tanto tiempo, sentí la necesidad urgente de escribir, como si esas palabras que me rondaban y aún no había plasmado, quisieran dejar huella, como una última pieza del puzzle por encajar, antes de que se desencadenara todo. No podía imaginar que apenas unos minutos después de escribir aquí estas líneas, mi deseo empezaría a cumplirse.
La noche fue de nuevo nuestra aliada y comenzaron las contracciones, dolor gozoso que interrumpía mis sueños contigo. En la penumbra podía distinguir el fluir del tiempo en el reloj, y así pude comprobar que la música que sonaba en mí, ya tenía su ritmo, había encontrado ese pulso constante, en adagio aún. Yo permanecía tranquila en la cama, sintiendo cada contracción, esperando el cambio de tempo… Pero cuando la noche tocaba a su fin, el sonido de una vocecilla angelical me sacó de mi sueño y, al estrechar a tu hermano entre mis brazos, sentí como esa pulsación en mi vientre poco a poco se desvanecía. Para cuando papi llegó a mi lado, las contracciones habían parado y mi mente racional volvió a tomar el control. Era hora de prepararme para ir al encuentro de nuestra cita.
Esa mañana en el hospital lo contemplaba todo bajo una nueva mirada, sabía que pronto estaría allí y tú conmigo, intenté imaginármelo por un momento, pero lo que veía en mi mente era tan bonito, que hasta me dio miedo. Exploraciones, exámenes, ver tu linda carita de nuevo, números que rozaban el límite, una cara amiga, la amabilidad, como siempre, de quienes nos atendían, hasta una nota de humor. Esta vez no hubo nervios ni temor. La tan temida entrevista no fue sino un encuentro agradable, un intercambio de información, se habló del pasado, se negociaron los plazos, se restó importancia a los números… Todo estaba bien, todo era perfecto y tu padre y yo lo sabíamos. Como quien comparte un secreto, nuestras miradas se cruzaban cómplices y confiadas, con la emoción del que sabe que a punto está de vivir, uno de esos increíbles momentos que te depara la vida.
Nada más salir del hospital, mientras conversaba animada por teléfono, una fuerte contracción me cortó la respiración; la primera en toda la mañana. Iba a resultar cierto aquello de que “al llegar al hospital se para todo”. Partimos al encuentro con tu hermano, las dos noches sin dormir empezaban a pasarme factura y deseaba llegar cuanto antes y descansar un rato; algo en mi interior me decía que debía reponer fuerzas porque al llegar la noche, todo comenzaría de nuevo… Pero no hizo falta esperar a la noche, después de la calma de la mañana, se avecinaba tempestad…
Apenas comí, mi cuerpo me pedía a gritos descanso y me dejé abrazar por Morfeo; entre sueños difusos sentía contorsionarse mi cuerpo y no encontraba la postura. Las contracciones empezaron de nuevo a ser regulares y comencé a contabilizar el tiempo; los números comenzaron a bailar en mi mente, mi cerebro parecía irse desconectando. Agarré el móvil y empecé a pulsar, con cada nueva tensión, cuando llegaba el reposo.
Así que me rendí ante la evidencia de que no podría dormir y me levanté de la cama; tumbada el dolor empezaba a tornarse insoportable.
La música me acompañaba y me mecía, canciones de nuestra biografía, de las que se escuchan con el corazón antes que con el oído, las que te dan un chute de endorfinas. Esa lista que con tanta ilusión habíamos preparado con papi y que se había convertido en la banda sonora de los últimos días.
Mi cuerpo seguía inmerso en esa cadencia perfecta donde tensión y relajación se sucedían y busqué en la pelota mi aliado. Sentada sobre ella dejaba balancear mi cuerpo, intentando liberar mi pelvis, que parecía querer estallar con cada nueva contracción. La pantalla del iphone cada vez dejaba menos dudas, cada 10, cada 9, cada 8, las contracciones fluían cada vez más rápido. Empecé a creerme al fin que el viaje de verdad, había comenzado. El barullo a mi alrededor me sacaba de mi refugio y comprendí que había llegado el momento de la despedida; me fundí en un abrazo con tu hermano y con tu ita, deseando que en nuestro reencuentro tú ya estuvieras en mi regazo.
La marea de mi vientre subía, y cada ola traía más dolor, respira, pensaba, respira. El dolor era como un puñal atravesado en mis entrañas, clavado en mi cicatriz, un pinchazo profundo que se expandía hasta llenarlo todo. El calor de unas manos en mi espalda resultaba a veces reconfortante, mientras que otras no soportaba el contacto. Al principio, con cada nueva ola, mi cuerpo parecía paralizarse y mi mente concentrarse en que llegara su fin. Pero eso sólo traía más tensión, más dolor. Recuerda, relájate en cada contracción. Entonces comprendí, que no debía esperar ansiosa que cada ola pasara, sino bucear a través de ellas; no resistirme al dolor, sino dejarlo fluir a través de mí.
Agarré con fuerza el collar que rodeaba mi cuello, veinte cuentas de veinte mujeres queridas, un círculo perfecto de amor y de energía en torno a mí. Y en aquel momento supe, que podría hacerlo, que iba a hacerlo, -estoy preparada para parir, solo tengo que escucharte y dejarme guiar por ti-. La visión de tu cuerpo avanzando a través de mi cuerpo, ¿sintiendo qué, dolor, quizás temor?, me embargó. Sentí el imperioso deseo de protegerte, de acompañarte. Conseguí dejar de resistirme al dolor y me abandoné a él, sabiendo que cada nueva contracción me acercaba más a ti. Ya no esperaba el final de cada ola, me sumergía en el mar para atravesarla; aguardaba la marea en pie, dejando bailar a mis caderas, que jugaban con el dolor, que se deslizaba por las paredes de mi útero hasta llegar a mi cola de sirena y desvanecerse. Y así, en pie, apoyada en esos brazos que me sostenían, o en cualquiera de las superficies que tenía a mi paso, el dolor se volvió mucho más liviano, porque ya no era él quien me dominaba a mí, sino que lo controlaba yo a él. Mientras, nuestro metrónomo particular seguía accelerando, cada 7, cada 6…
Parecía el momento de abandonar nuestro mar y poner rumbo a tierra firme, pero me atemorizaba que al dar ese paso, el dolor volviera a poseerme, o que el miedo hiciese acto de presencia y pusiera fin a todo. Las palabras sensatas de tu padre me urgían a la marcha, pero yo dudaba… Los restos del tapón que cerraba tu cueva y cuya puerta comenzó a abrirse días atrás, terminaron de salir. Y la marea se tornó en maremoto. Me convencí de que quizá, sí que era ya la hora de partir. Pero antes, tenía la imperiosa necesidad de sumergirme de verdad; el agua caliente de la ducha se mezclaba con mis lágrimas de emoción, el calor me confortaba y el sonido de los chorros acompañaba mi voz que te susurraba canciones de amor. Mientras, nuestro medidor del tempo seguía imparable su carrera, cada 5, cada 4… ¿Era posible que todo se precipitara tan rápido? Intentaba vestirme con rapidez, pero me parecía ir a cámara lenta, apenas transcurrían 3-4 minutos entre cada contracción. Una llamada de teléfono me valió una reprimenda de tu padre, que empezaba a estar nervioso, y partimos al fin subidos a nuestro barco de cuatro ruedas.
Por el camino, un mensaje a mi tribu, y decenas de velas se encendieron para alumbrar tu camino, para acompañarme y para darme esa fuerza que necesitaba. Y me di cuenta de no estaba nerviosa, sino pasmosamente serena y llena de emoción. A pesar de mi temor a no soportar el dolor sentada, el trayecto transcurrió bien.
Lo que sucedió después está como en una nube: los trámites de llegada, el largo paseo hasta mi destino y mi obsesión de poder moverme, de seguir de pie; mi cara de sorpresa al saber que estaba ya de 7cm, el paritorio, sus caras comprensivas al ver mi plan de parto y la pregunta clave:¿quería poner fin al dolor? No diré que no dudé, no diré que no sentí temor, pero me lo habías puesto tan fácil… Cuando me preparaba para este momento imaginaba horas y horas de dolor, como la otra vez. Y sin embargo estaba siendo todo tan llevadero, tan armonioso, tan… natural. Así qué elegí no aliviar yo mi dolor, para ayudarte a ti a mitigar el tuyo, para no interferir, para que fuese lo que tuviese que ser…Después… el pinchazo en mi muñeca, la preocupación de que no corriera suficiente antibiótico por mis venas… las correas en mi barriga, quieta el dolor se hacia insoportable…Caras sonrientes y amables, voces juveniles que parloteaban a mi alrededor… Sus preguntas, mis respuestas… No me apetecía hablar pero contestaba mecánicamente, como si fuera un robot… Por fin, tu padre a mi lado, estrechar su mano, sentir la seguridad y la confianza que necesitaba…Mis peticiones, la pelota y la silla de parto hicieron su aparición… El monitor confirmando que todo iba bien y al fin cumplido, mi deseo irrefrenable de ponerme en pie…. Y de repente, la sensación de que mis esfínteres se descontrolaban, el fuerte deseo de pujar. Me tumbaron y la camilla se transformó en silla, la algarabía y el parloteo se desvanecieron, solos tu padre, las matronas, una auxiliar y yo. Una nube de inquietud apareció en mi horizonte, pero pensé en ti y la emoción, le dio una patada al dolor. De repente, la humedad entre mis piernas, sentir resbalar por ellas, ese mar en el que habías flotado durante 9 meses. Era el momento que tanto había esperado y ya no había vuelta atrás, ¿podría? Tenía que poder… Pensé en ti, ya estabas tan cerca…Voy a parirte, mi amor.
Con cada ola gigante empujaba con todas mis fuerzas, mientras escapaba de mis labios un fuerte gemido. Una voz me pedía que no gritara, “se te va la fuerza por la boca” afirmaba, pero cómo callar, “es mi único desahogo”, repliqué. Pero llevaban razón, no estaba dirigiendo mi fuerza hacia mi vientre, mi cuerpo parecía querer escapar de la camilla. -Concéntrate Mousikh, concéntrate. No escuches, no pienses, siente, sólo siente. Puedes hacerlo-. Conseguí olvidar esas manos que me estorbaban, esos dedos que sentía clavados en mi sexo, y te imaginé a ti. Imaginé esa cabecita perfecta deslizándose en lo hondo de mi ser, empujando, queriendo llegar a mí. Y empujé, una y otra vez. Ya falta poco, me decían. Pero yo sentía que aún quedaba mucho, que eran sólo palabras de aliento. Sin embargo, no me importaba, no tenía prisa, sabía que necesitabas tu tiempo y saldrías tú solo, como había visto tantas veces en otros partos.
Me dijeron que ya estabas allí y que iban a dar un cortecito, y sentí el metal cortando mi piel, pero no dolió. Qué tiempo habría pasado ya, ¿15 o 20 minutos, tal vez? Empujé de nuevo con todas mis fuerzas, mientras sentía contraerse todo mi cuerpo, al límite, casi sin aliento, ya había perdido la cuenta, ¿era la novena, la décima vez? Y volví a hacerlo una vez más, como una leona, apretando los dientes, agarrándome fuertemente a los barrotes, mientras un gemido se ahogaba en mi boca… Ya está aquí, escuché de nuevo, pero yo me concentraba en respirar profundamente, preparándome para la siguiente contracción. “Estira tus brazos, cógelo”. ¿Qué había escuchado? ¿Era posible? Nerviosa estiré mis brazos, sin poder creérmelo aún. Ya estabas allí, pegajoso y escurridizo; “ayúdame”, pedí a tu padre que nos miraba enamorado, “siento que se me va a caer”. Y juntos, te depositamos en mi pecho. A mí me sobraba toda mi ropa, quería sentirte piel con piel. Y así, desnudo sobre mi desnudez, y aún unido a mi vientre, fuiste buscando mi miel con tu boca, hasta encontrar mi pecho. Las lágrimas llenaron nuestros ojos, el paritorio entero parecía rebosar emoción. Éramos conscientes de haber asistido a un pequeño milagro, y aún me maravillo al recordarlo, el milagro de la vida, la llegada al mundo de nuestro hijo. Y habíamos podido recibirte como queríamos, darte la bienvenida que te merecías. Estaba eufórica, pletórica, llena de gozo… Pero aún no habíamos terminado…
La fuente de la vida que te nutrió, mientras habitabas mi morada, no parecía querer separarse de mí, me inyectaban ayuda artificial pero pedí que me dejaran a mí. Y tuve que volver a empujar con todas mis fuerzas, sentía mi cuerpo cansado y dolorido, pero tenerte a mi lado era como un antídoto para el dolor. Al fin salió la placenta, enorme, como una medusa gigante, pero la matrona seguía rebuscando en mi interior. Parte de la bolsa que te cubrió, aún anidaba dentro de mí en forma de frágiles membranas, así que el ginecólogo tuvo que hacer su aparición. La opción era más dolor o quirófano, pero a mí ya no había persona en la tierra que me separara de ti. Te depositaron por un momento en el cálido pecho de tu padre y dejé que aquel hombre hundiera sus brazos en mi ser; yo respiraba profundamente mientras el contaba hasta diez, recorriendo con sus dedos cada milímetro de mi útero. Y así una vez, y otra, y otra más. Veía la cara de sufrimiento en sus rostros, pero yo me sentía ya capaz de todo, una mujer fuerte y poderosa, que podía aguantar lo que fuera. La cuarta vez fue la última y por fin, el dolor cesó. Egoísta, pedí tenerte de nuevo en mis brazos y te besé. Tu padre cogió mi mano y una mirada lo dijo todo. Todo quedó en penumbra, por fin solos los tres, solo faltaba tu hermano y la dicha hubiera sido completa. No podía dejar de mirarte, de olerte, de acariciarte. ¡¡Qué hermoso eras!! Sentí encogerse mi corazón y me recreé en aquel sentimiento ya conocido y que ahora dominaba todo mi ser por segunda vez, un amor sin barreras ni límites, que no se puede describir, que solo si se siente se puede comprender, ese amor que te dio la vida y que volvería a darla sin pensarlo otra vez… Ese AMOR…
Gracias a @chonigomez y @centrohebamme por prepararme para el parto que quería tener y ayudarme a creer en mi, y a @jm_uriarte por sus ánimos y su ayuda generosa cuando más lo necesitaba.
Gracias a todos los profesionales del HUSL que me atendieron durante mi embarazo y en el parto, y me hicieron sentir que un parto normal en un hospital es posible.
Gracias a mi madre, a mi hermana y todas esas mujeres de mi tribu que me acompañaron en este viaje: Carol, Colo, Carolina, Marta, Orquídea, Cata, María, TetaReina, María, Mamadeunabruja, Marisa, Cartafol, Leia, Mamavaca, Suu, MamadeJulio, Elo, Estanjana, London, Belén… Y también a todos los que me mostrasteis vuestro ánimo y vuestro cariño en las redes sociales.
Gracias a los hombres de mi vida, mi padre, mi querido Pequico y sobre todo a mi marido, que recorrió todo el camino a mi lado y parió conmigo.
Y gracias a ti, amor, por regalarnos una de la experiencias más intensas y emocionantes de nuestra vida, por ese parto maravilloso en el que no solo naciste tú, nació una madre, nació una nueva mujer.