Nada que ver

Publicado el 08 abril 2010 por Alfonso

Al Swearengen, el manipulador inglés propietario del Gem, local de chicas, juegos y licor a precio decente, dice al director del The Black Hills Weekly Pioneer que una historia es veraz y decente si le ayuda a acumular capital o al menos no le molesta. Esa máxima, escupida en Deadwood, serie de televisión que transcurre a finales del XIX en la ciudad norteamericana del mismo nombre, viene a demostrar lo poco que el hombre ha variado sus pretensiones en los últimos años: acumular riqueza terrenal sin importar el modo y las formas. Claro que echando un vistazo a las tragedias de Shakespeare tropiezas con el mismo interés en repetidas ocasiones.
De vez en cuando a alguna de esas aves de rapiña la justicia de venda en los ojos la pesa, la espada a su lado, en los platillos de su balanza, y dicta sentencia. En realidad no será ella quien la juzgue, sino el pueblo llano -¿acaso no dice la Constitución que emana de él?- que lo hará con una vara de dos extremos bien diferenciados. Así, si el presunto (nada que ver con el jamón portugués) se encuentra cercano en sus tendencias sociopolíticas al fascismo, liberalismo u otras tendencias de marcado carácter conservador, el refugio de la evolucionados por la lógica que proporciona los años y la experiencia según pregonan muchos conversos, se le aplicará un menor dolor que si se hallare con tendencia a exaltar el reparto de bienes y la socialización de las masas o permaneciere con el mismo corazón y rojo coraje de sus veinte años. Es por tanto que cuando llega el momento definitivo, para el actor, que ya ha sido juzgado en mil pseudojuicios paralelos alentados por todo el injerente cuarto poder, la aplicación de la ley será un mero trámite.
Decir por tanto que ser llamado a demostrar nuestra inocencia termina con la vida de uno, no es cierto: la vida la da y la quita la naturaleza (la universal y la humana) y el tiempo, no sentarse en un banquillo lleno de recelos y suspicacias. Basta con ver cómo aquellos que ayer lloraban su mala suerte, su desgracia, hoy son abrazados, envidiados y hasta reídos por la calle. El problema no radica por tanto en la sentencia, ni en la vergüenza de vernos sorprendidos de repente, sino en la confirmación de lo estúpido que somos cuando hasta una ciega nos ha descubierto jugueteando en las orillas del pantano del delito: ese es el verdadero dolor que nos causa la ley, el mostrarnos incapaces ante los demás. Claro que la ira de la administradora, que aparta su mirada de toda persona y hechos para igualarnos, puede ser caprichosa o errónea y dirigirse a quien ayer era su representante terrenal. Tal es su pureza. Y en ese caso basta con despojar a la estatua de la venda, en mostrarle, y que nos muestre, las evidencias y pruebas de su acierto o error, de las que dependerá nuestra confianza futura en sus dictados según sea de un modo u otro, o en operarla de miopía, una enfermedad que, puedo dar fe, tiene cura con una fresa (nada que ver con la botánica).
En otro episodio de Deadwood, Cy Tolliver, el intervencionista dueño del Bella Union, saloon donde se bebe y se juega a los dados en compañía de distinguidas rameras, dice que la naturaleza del gobierno es mentirnos y confundirnos y robarnos lo que hemos conseguido. En esta era de contención, dar de lado a la realidad y refugiarte en los mundos virtuales también te puede dejar k.o. Claro que puedes pasar de la Roma imperial a las islas del Pacífico Sur con un movimiento del pólice (nada que ver con el trío de Sting, Summers y Copeland).

Al Swearengen