Nada típico o previsible

Publicado el 14 octubre 2010 por José Angel Barrueco
Un fin de semana del verano pasado, fiel a mi cita anual, estuve en Sanabria. Admito que me quedé con ganas de volver otra vez, y de hecho tenía planeado regresar por allí antes de que concluyera el verano. Sin embargo, las horas perdidas en la carretera me disuadieron. Cualquiera que viva o haya vivido en Madrid ya sabe lo que suponen los viernes en las salidas de la capital: parece que todo el mundo se pone de acuerdo para evadirse y escapar del horno madrileño de esos días, y así en las carreteras se forman pesados atascos y largas caravanas que socavan la paciencia de cualquiera. Por culpa del caos de la salida de Madrid, el viaje en coche hasta las tierras sanabresas nos abarcó unas cinco horas. No fue mejor la vuelta: otras cinco horas; esta vez, aunque el tráfico era más fluido, por el vuelco de un camión que despanzurró su mercancía por el asfalto y el arcén, llenando el lugar del accidente de ambulancias, coches de policía y helicópteros sobrevolando la zona.
Durante esos pocos días vi dos o tres cosas que me empujan a pensar en el cine perturbador de David Lynch. Sanabria posee algo de Twin Peaks, y no es una crítica, sino un halago. Se trata, en ambos casos, de lugares donde lo anómalo puede acechar en cada esquina. También uno afronta situaciones menos lynchianas que no esperaba: me sorprendió que, en el recodo al que cada año acudo a bañarme, y que no está en absoluto oculto de miradas ni resulta un lugar inaccesible para el bañista de a pie, hubiera un hombre totalmente desnudo, oreando el miembro viril y con los brazos en jarras. Sólo llevaba un gorro en la cabeza, lo cual acentuaba el matiz cómico de su estampa. Entiéndanme: a orillas del Lago de Sanabria no es raro encontrar a mujeres que hacen topless, y, si uno se adentra en las zonas de playa de acceso más dificultoso, tampoco es raro encontrarse a parejas tomando el sol en cueros. Pero sí es raro topar con un nudista en un recodo por el que merodean madres, niños y abuelas.
Quiso el azar que ese fin de semana, cuyo viaje habíamos preparado sólo con un par de días de antelación, tocara en Puebla de Sanabria la banda zamorana Mendel. De modo que fuimos a verlos. Circulando con el coche por la carretera, camino de Puebla, se nos cruzó un perro fantasmal que sobrevivió de puro milagro a los numerosos vehículos junto a los que caminaba. La aparición fue tan extraña y repentina, en mitad de la noche, que me recordó a una película de David Lynch. Tanto, que el primer vistazo al animal con el rabillo del ojo me hizo creer que se trataba de un humano surgido de una pesadilla. En mitad de Puebla tuvimos que detener el coche porque había un gato parado en mitad de la calzada, en pose de caza y en alerta, mirando algo que había en los bajos de un vehículo aparcado. Ni el ruido del motor, ni el estrépito nocturno de Puebla, ni las luces de nuestros faros lograron moverlo. Un poco después, y cuando pensábamos si tocar el claxon para espantarlo, miró hacia nosotros y, con lentitud, se apartó de la carretera. El concierto de Mendel, en un bar, nos gustó mucho. Al principio había poca gente. Pero luego irrumpieron en el local los invitados ebrios y jaraneros de una boda. Y, aunque temí que reventaran el concierto, sucedió lo contrario: añadieron emoción y juerga al evento, enriqueciendo el último tramo del directo con su francachela. En Sanabria no hay nada típico o previsible: ciervos que te miran al pasar en medio de un bosque, gatos inmóviles en la carretera, contrabandistas y narcos, aldeas detenidas en el tiempo, extrañas luces en el cielo… Es territorio de magia y embrujo.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla