Por mi boca se asoman.
Otra vez. Son esos ruidosos espasmos carentes de sentido, cada vez más incongruentes, que cabalgan atropellados como una jauría, que cortan el aire, que abollan el silencio con sus coces. Esos que adormilan las iniciativas y despiertan las alertas. Esos que son capaces de acobardar al más valiente defensor de sus ideales.
Sí. Lo sé. Sé que ellos, los que los escuchan, a mis espaldas se refugian en sus cuevas, y sus silencios iniciales poco a poco se convierten en una coral de susurros que me juzgan, lejos, para que no los escuche. Lo que no saben es que sus ecos me llegan en forma de cruces de miradas, sonrisas impuestas, espásticas, gestos cómplices y delatores.
A mí no me queda otra que seguir haciendo resonar mi estómago. Ya no recuerdo cuándo dejé de hablar, ni cómo sonaba mi voz. Sólo sé que nadie me escuchaba.
Texto: Miguel A. Brito