Nunca sabemos, exactamente, por qué viajamos. Es posible que, a veces, conozcamos la causa aparente, pero es menos probable que seamos conscientes de la real. Marcos de Constantinopla es, en el año 600 d.C., un rico senador bizantino que ve su vida alterada tras la contemplación de un hermoso códice, en el cual observa la figura enigmática de un narval. Horas más tarde, en el transcurso de una fiesta que se celebra en su casa, uno de los invitados (Aulio) le lanza un estruendoso reto: ¿acepta viajar hasta la septentrional Thule y regresar, en el plazo de un año, con el cuerno prodigioso de dicha criatura? Dominado por el espíritu de la aventura, o por la soberbia, o quién sabe por qué interna pulsión, el griego acepta el compromiso. Le acompañarán en su viaje la esclava africana Makeba y una serie de marineros que contrata para afrontar la larguísima travesía. Durante los siguientes meses, se ofrecerán ante sus ojos centenares de paisajes nuevos (el monte Parnaso, la fuente Castalia, el Etna, la isla de Lesbos, Kallaris, las Baleares, Cartagena, Toledo…) y un elenco de personajes de tan variada condición que los lectores disfrutarán y aprenderán con ellos innumerables perfiles del alma humana: el traidor reconvertido Lajos, la ambición notoria y criminal de Rinaldo, la poesía que mana del corazón del vate Apolo, etc (quien desee un somero recorrido por los principales puede acudir al capítulo LXVI, donde figuran enumerados). En ese viaje disparatado y condenado al fracaso casi desde el inicio reinarán en ocasiones el desánimo y en otras la euforia de los participantes (“¡Marcos, eres el nuevo Jasón! ¡Nosotros somos los nuevos argonautas! ¡Nuestro vellocino de oro es ese Unicornio del Mar: el Narval!”, p.96), pero lo más importante de todo es, a mi juicio, el proceso de depuración y aprendizaje que se obra en el espíritu de sus protagonistas, quienes advertirán la luz derramándose por su interior. Constantino, en la página 111, le revela a Marcos una de las claves de su comportamiento: “Viajas para demostrar que la Poesíavale más que el Comercio. Es una manera de hacer valer la Areté. Las causas materiales de la apuesta son apariencia. Lo sustantivo es esto: crees más en la emoción que en la razón”. Y es verdad: Marcos no necesita ganar la apuesta de Aulio (es rico, como Samuel le recuerda en el capítulo LXXXIII), con lo cual el viaje desde Bizancio hasta Thule se transforma en una sorprendente metamorfosis espiritual: se descubrirá a sí mismo y, en el camino, descubrirá los valores auténticos de la fe, la amistad o el amor. El mismo Marcos lo asumirá en la página 449: “En Toledo había empezado otra apuesta. Esta vez consigo mismo. Y tenía más empeño en ganarla que la anterior. Era el verdadero sentido del Conócete a ti mismo de Delfos”. En esta novela, escrita por un enamorado del mar, la historia y la cultura clásica, nos espera un festín literario de primera magnitud, en el que encontraremos sugerentes usos arcaicos (empero, cabe), adjetivaciones llenas de esplendor, verbos sorprendentes (“Una voluminosa verruga que injuriaba su sien”, p.9), escenas sexuales de bella textura (las desarrolladas entre Marcos y Makeba) y frases de una elegancia asombrosa (para describir un estado posterior al orgasmo se nos dice de una mujer que “se dejó flotar nadamente en el dulce sopor del trascendental después”, p.308). Conviene aproximarse a este medio millar de páginas con la paciencia de quien espera bellezas de un texto porque aquí, sin duda, las encontrará.
Nunca sabemos, exactamente, por qué viajamos. Es posible que, a veces, conozcamos la causa aparente, pero es menos probable que seamos conscientes de la real. Marcos de Constantinopla es, en el año 600 d.C., un rico senador bizantino que ve su vida alterada tras la contemplación de un hermoso códice, en el cual observa la figura enigmática de un narval. Horas más tarde, en el transcurso de una fiesta que se celebra en su casa, uno de los invitados (Aulio) le lanza un estruendoso reto: ¿acepta viajar hasta la septentrional Thule y regresar, en el plazo de un año, con el cuerno prodigioso de dicha criatura? Dominado por el espíritu de la aventura, o por la soberbia, o quién sabe por qué interna pulsión, el griego acepta el compromiso. Le acompañarán en su viaje la esclava africana Makeba y una serie de marineros que contrata para afrontar la larguísima travesía. Durante los siguientes meses, se ofrecerán ante sus ojos centenares de paisajes nuevos (el monte Parnaso, la fuente Castalia, el Etna, la isla de Lesbos, Kallaris, las Baleares, Cartagena, Toledo…) y un elenco de personajes de tan variada condición que los lectores disfrutarán y aprenderán con ellos innumerables perfiles del alma humana: el traidor reconvertido Lajos, la ambición notoria y criminal de Rinaldo, la poesía que mana del corazón del vate Apolo, etc (quien desee un somero recorrido por los principales puede acudir al capítulo LXVI, donde figuran enumerados). En ese viaje disparatado y condenado al fracaso casi desde el inicio reinarán en ocasiones el desánimo y en otras la euforia de los participantes (“¡Marcos, eres el nuevo Jasón! ¡Nosotros somos los nuevos argonautas! ¡Nuestro vellocino de oro es ese Unicornio del Mar: el Narval!”, p.96), pero lo más importante de todo es, a mi juicio, el proceso de depuración y aprendizaje que se obra en el espíritu de sus protagonistas, quienes advertirán la luz derramándose por su interior. Constantino, en la página 111, le revela a Marcos una de las claves de su comportamiento: “Viajas para demostrar que la Poesíavale más que el Comercio. Es una manera de hacer valer la Areté. Las causas materiales de la apuesta son apariencia. Lo sustantivo es esto: crees más en la emoción que en la razón”. Y es verdad: Marcos no necesita ganar la apuesta de Aulio (es rico, como Samuel le recuerda en el capítulo LXXXIII), con lo cual el viaje desde Bizancio hasta Thule se transforma en una sorprendente metamorfosis espiritual: se descubrirá a sí mismo y, en el camino, descubrirá los valores auténticos de la fe, la amistad o el amor. El mismo Marcos lo asumirá en la página 449: “En Toledo había empezado otra apuesta. Esta vez consigo mismo. Y tenía más empeño en ganarla que la anterior. Era el verdadero sentido del Conócete a ti mismo de Delfos”. En esta novela, escrita por un enamorado del mar, la historia y la cultura clásica, nos espera un festín literario de primera magnitud, en el que encontraremos sugerentes usos arcaicos (empero, cabe), adjetivaciones llenas de esplendor, verbos sorprendentes (“Una voluminosa verruga que injuriaba su sien”, p.9), escenas sexuales de bella textura (las desarrolladas entre Marcos y Makeba) y frases de una elegancia asombrosa (para describir un estado posterior al orgasmo se nos dice de una mujer que “se dejó flotar nadamente en el dulce sopor del trascendental después”, p.308). Conviene aproximarse a este medio millar de páginas con la paciencia de quien espera bellezas de un texto porque aquí, sin duda, las encontrará.