Hija de ese inolvidable actor que fue Juanjo Menéndez, Natalia empezó como actriz, pero ha sido en la dirección donde ha recibido los mayores aplausos. La he entrevistado en cuatro o cinco ocasiones y me gusta hablar con ella. Al margen de su exquisita educación, su discreción y su afabilidad, es una mujer que mira de frente, que si tiene alguna doblez está tan escondida que no hay quien la encuentre, que tiembla literalmente de emoción cuando se refiere a los montajes en los que está implicada, que destila pasión por el teatro; una pasión, sin embargo, que nunca viste de alharaca...
Me da la sensación de que Natalia es un ejemplo perfecto de que la procesión se lleva por dentro. No sé cómo será el día a día con ella -tengo noticias de que es bueno-, pero siempre que la he visto lleva dibujada en el rostro la misma sonrisa acogedora, hilvanada, casi a media luz. Todas sus direcciones han sido inteligentes, reflexivas, le han dado al texto el foco y el primer plano y ha buscado para ello la complicidad de los actores. Almagro supone un reto para ella; esta primera página de su mandato la ha tenido que escribir con premura, y seguro que deja su huella, sin estrépito alguno, en el festival.