Hace unos días se cumplieron 33 años del estreno de la obra, que pusieron en piel la directora Josefina Molina y el productor y adaptador José Sámano (que se emocionó recordando al autor) y se celebró con este motivo una función especial en el teatro Arlequín, adonde llegó en septiembre para unas pocas semanas y donde el éxito la ha obligado a prorrogar hasta enero... de momento.
Vi la función en el Reina Victoria hace casi dos años, y he vuelto a verla ahora. Se ha cambiado ligeramente el montaje, sobre todo para eliminar el personaje del hijo de Carmen Sotillo, que aparecía al final, y creo que gana en dramatismo. Ya entonces me atraparon la intensidad, la convicción y la verdad de la interpretación de Natalia Millán. Ahora está mejor, incluso: más segura, más madura; se ha hecho amiga de Carmen Sotillo y la hace sentirse aun más cómoda por la escena. La suya es una interpretación tan colorida como emocionante, y tiene además (no vi a Lola Herrera, no sé si también lo tenía) un sentido del humor y una ternura que hacen más digerible el velatorio
Natalia Millán demuestra (para terminar de convencer a los todavía escépticos) que es una actriz sobresaliente, de una presencia y un carisma extraordinarios; capaz de transmitir con un gesto y una mirada todo el dolor de ese ingenuo y a la vez indomable personaje, que por otra parte está maravillosamente escrito. Y tiene en la paleta muchos colores. Juan Carlos Pérez de la Fuente, que la dirigió este verano en «Anfitrión» (ya la tuvo en «El cementerio de automóviles» hace unos años), estaba asombrado de su vis cómica y me decía que sería una actriz maravillosa para Jardiel o Mihura; además, canta y baila (comenzó como bailarina, con Carmen Senra). No me cabe duda, es ya una gran dama de nuestra escena.