Naty Revuelta desde el sábado nos hace una falta sin fondo. Si algo contrasta de manera dramática con su vida intensamente social es la semiclandestinidad de su muerte. Una muerte anticipada desde meses atrás luego de sufrir un accidente cerebro vascular del que pareció salir bastante airosa, pero que la dejó según prescripciones –médicas, o familiares, o ambas– en un profundo aislamiento. Invitarla a almorzar ya fue imposible; visitarla se convirtió en un asunto complicado. Aunque durante más de veinte años entré en su casa con la misma falta de protocolo con que ella entraba en la mía, me vi obligada a pedir citas luego de varios fracasos para verla, justo frente a su puerta. Cuando lográbamos hablar, se quejaba de aquel ostracismo involuntario al que se encontraba sometida. No puedo decir que su mente fuera igual de lúcida después del accidente; era repetitiva con algunos temas, pero hablaba con total coherencia de lo que le sucedía y estaba consciente del muro que habían levantado en torno suyo. Sin saber hasta dónde llegó la prescripción médica y el celo filial, estoy segura de que sus últimos meses pudieron ser mejores si hubiera contado con la cercanía de sus amigos.
Hablé con ella por teléfono el lunes pasado; se había caído de nuevo y la habían llevado al médico, pero creía no ser grave pues estaba de regreso en la casa. Le anuncié que pasaríamos mi marido y yo a verla el martes sin falta y se puso muy contenta con la perspectiva. Ese mismo lunes por la noche, ingresó de urgencia y según me dijeron, poco después del ingreso perdió la conciencia. Ojalá se haya quedado esperando mi visita.