Ardieron ese día por ejemplo casi todas las que había hecho Eduardo García Maroto, que ya poco más dirigió y un puñado de las que hasta la fecha había filmado Jerónimo Mihura, que aún recordaba en sus últimos años, con circunspecta nostalgia, los tiempos en que junto a su hermano Miguel había intentado transponer a la España de los 40 lo que sus admirados Lubitsch y Capra venían haciendo en Hollywood desde el decenio anterior. A no ser que aparezcan copias de los masters en alguna parte, nunca sabremos si en varias de esas obras dadas por perdidas fueron capaces de igualar la insólita proeza que en varias ocasiones Edgar Neville o una vez Llorenç Llobet-Gràcia sí alcanzaron y de la que no se quedó lejos Juan de Orduña, pero al menos en una de las supervivientes, la última que rodaron cuando tocaba a su fin la década, los hermanos Mihura alumbraron la película que permite imaginar que eso es posible. "Mi adorado Juan", sesenta y siete años ya a sus espaldas, sigue siendo una de las comedias más audaces del cine de cualquier cinematografía de esos años.
Atrevida y original sobre todo porque el elemento de fantasía del guión - ese descubrimiento científico para dejar de una vez por todas de perder el tiempo durmiendo y no acusar la fatiga, que resulta inverosímil porque se materializa y no permanece como una quimera -, no es el que activa la suspensión de incredulidad del film, sino que es el tratamiento de asuntos pedestres convertidos en fundamentos "perturbadores" los que lo hacen: vivir con poco, rechazar la adulación, no pedir nada a cambio de mucho o repetir con alborozo modestas rutinas.
De Chaplin o Lubitsch se pueden aprender muchas cosas, no sólo a hacer elipsis y a construir cómicamente una escena con cualquier situación, también, sobre todo diría, a componer una mirada sobre el mundo puramente cinematográfica que haga de nuevo subversivo el gesto humano.
Uno de los momentos más sorprendentes, cuando Juan se presenta en casa con un niño que ha encontrado en la calle y le dice a su mujer que ya tienen hijo, que los embarazos son demasiado largos - y ella acepta -, devolviéndolo sin pensarlo a donde lo encontró cuando sopesa que debe trabajar más para mantenerlo, que es un momento de hilarante crueldad casi sacado del arranque de "The kid", funciona como entonces, porque ha conseguido "demostrar" que es la misma conducta de moral "instantánea", la que lleva a la mayor de las entregas y al mayor de los desentendimientos.
Eloísa (Conchita Montes) y su padre (un fenomenal Alberto Romea) entran y salen con sus crisis de la "comuna" reunida en torno a Juan, pero en lugar de aportar sensatez y calma, son quienes protagonizan los momentos más divertidos, tomando la iniciativa incluso, por puro convencimiento.