Por Silvana Melo
Otra vez, como durante dos mil veintidós años, el pibe va a nacer en cualquier casilla, en una toma, bajo una autopista, en un auto abandonado, en un vagón estragado bajo los siete puentes de avellaneda, huyendo de la policía, de la gendarmería, del poder que lo busca porque el que nace va a ser un indisciplinado y lo saben. Y otra vez nacerá entre el barro y los perros, entre los tetra vacíos y respirará el aire contaminado y le lavarán el ombligo con el agua de los charcos. Porque su madre no tuvo cama de hospital ni su padre trabajo. Sólo la certeza de que el pibe que se venía traía la ruptura, la resistencia, el otro mundo, la sociedad nueva e igualitaria que a los poderosos les eriza la piel.
Y no se pudo. Como tantos resistentes, como tantos desobedientes, acabó y acabará asesinado por la policía del imperio. Colgado de las cruces públicas donde se ejecuta la pena capital. Condenado a muerte. El pibe, el bebé que resistió la desnutrición, la bronquiolitis, el plomo en el cuerpo –por el agua y por la bala estatal-, la falta de calcio, la ausencia de hierro, no pudo con los perseguidores ni con la sentencia de los jueces.
Como tantos pibes de los conurbanos de las grandes ciudades que ganan un minuto de fama en las fotos de los diarios después de la muerte en la nuca. Después de la derrota por la espalda.
El cielo siempre será para los otros.
No para los pibes que nacen entre el barro y los perros, su ombligo lavado con el agua de los charcos.
No para los que gambetean las cruces y rompen el vitraux de la historia con una pelota de trapo.
No para ésos.
Por ahora.