Todavía hay que comprar las flores. Clarissa finge exasperación (aunque adora hacer recados así), deja a Sally limpiando el cuarto de baño y sale corriendo, prome tiendo que volverá dentro de media hora.
Estamos en la ciudad de Nueva York. Estamos a finales del siglo XX.
La puerta del vestíbulo se abre a una mañana de junio tan hermosa y limpia que Clarissa hace un alto en el umbral como lo haría en el borde de una piscina, y contempla el agua turquesa que lame los azulejos, las líquidas redecillas de sol que oscilan en las profundidades azules. Como si estuviera al borde de una piscina, posterga un momento la zambullida, la rápida membrana del escalofrío, el puro sobresalto de la inmersión. Nueva York, con su bullicio y su decrepitud severa y parda, su declive insondable, produce siempre unas pocas mañanas de verano como esta; mañanas invadidas en todas partes por una afirmación de vida tan resuelta que casi parece cómica, como un personaje de dibujos animados que sufre atroces castigos sin fin y siempre sale ileso, intacto, dispuesto a sufrir más. Este junio, de nuevo, han brotado unas hojitas perfectas de los árboles que flanquean la calle Diez Oeste y que crecen en los cuadrados de tierra de la acera llenos de caca de perro y de desechos. De nuevo, en el tiesto del alféizar de la anciana que vive en la casa de al lado, lleno como siempre de mustios geranios rojos de plástico insertados en la tierra, ha brotado un pícaro diente de león.
Qué emoción, qué conmoción estar viva una mañana de junio, próspero, casi un escandaloso privilegio, y con un solo recado que hacer. Ella, Clarissa Vaughan, una persona corriente (a su edad, ¿para qué molestarse en negarlo?), tiene que comprar flores y dar una fiesta.
Así comienza el primer capítulo de Las horas, la novela en la que Michel Cunningham visita el universo literario de Virginia Woolf, de cuyo diario es la nota del 30 de agosto de 1923 que figura al frente del libro. Alude allí a Las horas -se refiere a lo que acabará siendo La señora Dalloway- como título de la obra que está escribiendo.
Y ese es el título elegido por Michel Cunningham para su novela, que Tusquets recupera ahora en español con la traducción del inglés de Jaime Zulaika.
Las horas, que se inicia con un prólogo-obertura que evoca el día de 1941 en que Virginia Woolf decide suicidarse en el río Ouse, se sostiene sobre el relato de un día en la vida de sus tres protagonistas femeninos, la señora Dalloway, la señora Woolf, la señora Brown:
Clarissa Vaughan, editora de 51 años, a la que se identifica en el libro con su homónima Clarissa Dalloway, que compra flores una mañana de junio -como la señora Dalloway al principio de la novela de Virginia Woolf- en el Nueva York de los noventa para la fiesta que ha organizado en honor de su antiguo amante Richard Brown, poeta enfermo de sida, que vive solo y aislado y la llama Señora Dalloway.
Virginia Woolf en Londres, una mañana de 1923 en la que empieza a elaborar la que sería una de sus mejores novelas, La señora Dalloway. Esa mañana escribe la primera línea: "La Señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores." También para una fiesta.
Esa primera línea la lee al inicio del capítulo siguiente Laura Brown, una joven ama de casa que veinticinco años después, en 1949, en Los Ángeles, prepara una tarta mientras piensa en la novela de Virginia Woolf y en la literatura y la imaginación como instrumentos para huir de una realidad mediocre. Es la madre de Richard Brown, con lo que se conecta su historia con la de la señora Dalloway y con la de Virginia Woolf, las otras dos protagonistas femeninas de
En torno a esas tres mujeres se suceden en una elaborada estructura alternante los capítulos de Las horas, una demostración de inteligencia narrativa y delicadeza que se publicó en 1998 y ganó el Pulitzer a la mejor novela unos años antes de su espléndida adaptación al cine en una película protagonizada por Meryl Streep, Nicole Kidman y Julianne Moore.
Alfaguara. Barcelona, 2020.
Son las 00:15 y no hay luna. Agachadas en la oscuridad, inmóviles y en silencio, las dieciocho mujeres de la sección de transmisiones observan el denso desfile de sombras que se dirige a la orilla del río. No se oye ni una voz, ni un susurro. Sólo el sonido de los pasos, cientos de ellos, en la tierra mojada por el relente nocturno; y a veces, el leve entrechocar metálico de fusiles, bayonetas, cascos de acero y cantimploras. El discurrir de sombras parece interminable.Con esas sombras en la orilla del Ebro comienza Arturo Pérez-Reverte que publica La línea de fuego, la novela de Alfaguara en una espléndida edición ilustrada por Augusto Ferrer-Dalmau.
No por casualidad ha elegido Pérez-Reverte para ese arranque la noche del 24 al 25 de julio de 1938, cuando casi tres mil miembros del ejército republicano -entre ellos dieciocho mujeres- cruzaron el Ebro. Comenzó así la batalla más larga, más intensa y más cruenta -veinte mil muertos y decenas de miles de heridos- de la guerra civil. Fue un "choque de carneros", como indica el título de la parte central de las tres en que se organiza la estructura de la novela.
Esa incursión inicial que se describe al comienzo de la novela pretendía crear una cabeza de puente en la localidad imaginaria de Castellets del Segre. Además de los personajes y las situaciones, esa es una de las pocas licencias imaginativas que se toma Pérez-Reverte -que había utilizado ya la guerra civil como telón de fondo para ambientar El tango de la guardia vieja y la serie sobre Falcó- en esta novela, sólidamente afianzada en la documentación histórica, en aportaciones testimoniales de los combatientes y en su experiencia personal como reportero de guerra.
El resultado es un relato coral, potente y creíble, contado desde dentro, desde la perspectiva alternante de los soldados a un lado y otro del río, y escrito con el propósito de situar al lector en el campo de batalla, de introducirlo en la experiencia de las trincheras para que viva de cerca las sensaciones de los personajes.
En Línea de fuego Pérez-Reverte concentra el tiempo en diez días de batalla y el espacio en ese pequeño pueblo imaginario, lo que produce un efecto de enorme intensidad que se refuerza con su carácter polifónico, con una alternancia de voces y de perspectivas que evita el maniqueísmo y las banderías y dota a la novela de un ritmo y una verosimilitud admirables.
Vasili Grossman.
Traducción de Andréi Kozinets.
Galaxia Gutenberg. Madrid, 2020.
Relatos antiguos y modernos
reunidos y presentados por Roger Caillois.
Traducción de Mauro Armiño.
"El misterio del sueño nace del hecho de que esta fantasmagoría, en la que el durmiente no puede nada, ha salido sin embargo por entero de su imaginación", escribía Roger Caillois en el prólogo de Poder del sueño, la antología de relatos antiguos y modernos en torno al tema del sueño que publicó en 1962 que publicó en 1962 y que permanecía inédita en castellano hasta ahora.
Antaño, cuenta Zhuangzi, fui una noche una mariposa que revoloteaba contenta con su destino. Luego me desperté siendo Zhuangzi. ¿Quién soy en realidad? ¿Una mariposa que sueña que es Zhuangzi? ¿O Zhuangzi que imagina que fue mariposa?Ese relato - El filósofo-mariposa- de alcance metafísico, de Zhuangzi, escritor taoísta que murió hacia el 275 a. C., es uno de los textos que forman parte de la primera de las dos secciones - Dialécticas chinas- en las que Roger Caillois organizó su espléndida antología de relatos oníricos antiguos y modernos que se abre con esos textos orientales porque "la inagotable literatura china [..] parece haber explorado de forma sistemática los problemas planteados por el sueño."
Aunque no forman parte de la antología, Caillois reproduce en el prólogo textos como la Historia de los dos que soñaron, de Las mil y una noches, otros de carácter profético como el sueño mesopotámico de Asurbanipal o sueños hipnóticos, como el del Deán de Santiago y don Illán de Toledo, el magistral cuento de don Juan Manuel.
En muchos de esos relatos conviven el sueño y lo fantástico, que comparten un territorio común de irracionalidad y misterio, de solitaria experiencia intransitiva, porque "nada más personal que un sueño, nada que encierre más a un ser en la soledad irremediable, nada más reacio a ser compartido. En la realidad, todo es experimentado en común. El sueño, por el contrario, es una aventura que el soñador ha vivido solo y del que únicamente él puede acordarse: mundo estanco, impermeable, que excluye la menor comprobación. De ahí la tentación de imaginar a dos o a varias personas, o incluso a una multitud, soñando el mismo sueño, o sueños paralelos, o sueños complementarios. Entonces los sueños se corroboran, se ajustan como piezas de un puzle, adquieren así la misma densidad, la misma estabilidad que las percepciones de la vigilia, son verificables como éstas, mejor que éstas, crean vínculos entre los seres, unos vínculos extraños, secretos y estrechos, decisivos."
Casi sesenta años después de su primera edición en 1962, cuidada por Roger Caillois, Atalanta rescata este Poder del sueño y lo publica por primera vez en castellano con traducción de Mauro Armiño.
En 1993 Moisés Pascual Pozas publicaba en español e italiano El laberinto de los rostros, su segunda novela, que era el resultado de la reescritura de El libro de las sombras. Con ella fue finalista del premio Elio Vittorini.
De la reescritura de aquella reescritura ("El autor [...] ha corregido en profundidad el estilo y cerrado la obra, quizá, pero sólo quizá, con una mirada menos unívoca", según explica en la nota inicial) surge Carrusel de sombras, que publica Atticus y que Moisés Pascual define como la construcción de un nuevo edificio narrativo a partir del anterior, como una "transformación que respeta en lo posible la estructura, reutilizan la sillería en buen estado, completa la piedra inservible con otra semejante, refuerza los cimientos, sustituye la cubierta, los dinteles y ventanas y reparte los espacios de otra manera."
Se plantea como la transcripción del cuaderno en el que escribe su diario Giovanni J. M., o sea Juan José Murúa, narrador-protagonista de este Carrusel de sombras, el diario sentimental y existencial del personaje que desde su presente de sombras en Estrasburgo se remonta a tiempos y lugares del pasado a través de la voz narradora de uno de esos espejos de tinta habituales en el diseño de las novelas del autor.
Más cerca de Sartre y de Sábato que de Dante, Carrusel de sombras es una bajada a los infiernos existenciales por la que transita una variada fauna de personajes y una sucesión de voces, entre las que destaca la de la siciliana Claudia, la imagen del desamor de una relación sentimental frustrada que es el motor de la venganza y asume en sus monólogos la función de narradora de una parte de los hechos.
Entre Eros y Tánatos, entre la realidad cambiante y dudosa y las visiones provocadas por la ingestión de unas hierbas alucinógenas suministradas por la voz casi oracular de una profesora jubilada de Italiano y Literatura, la escritura se levanta, igual que esas plantas, como una conjura del pasado para exorcizarlo, como una forma de huida desde las sombras del presente, como venganza frente a la realidad, como alternativa al olvido y a la existencia cotidiana del desconcertado narrador-protagonista, como una reconstrucción que aprovecha los materiales de la experiencia y los recompone desde el paisaje de escombros que dibuja la memoria:
Solo a la memoria debemos nuestra identidad, aunque a veces resulta difícil reconocernos en sus cambiantes y engañosas aguas. La memoria...almazuela de puntadas vacilantes, pasos en un tremedal de recuerdos inventores...
En su construcción, tan compleja y fragmentaria como esa realidad frágil y huidiza, el tiempo y el recuerdo, el amor y el desarraigo, la venganza y el deseo, la muerte y la búsqueda de la identidad propia aparecen como claves temáticas sobre las que se sostiene una novela escrita con una prosa cuidada y potente, organizada con una meditada estructura y dotada de una admirable fluidez narrativa.