Amigo de Auden, y conocido sobre todo por su Adiós a Berlín, que fue adaptado al cine por Bob Fosse en la conocida Cabaret, el dramaturgo y novelista Christopher Isherwood (1904-1986) viajó por Sudamérica acompañado del fotógrafo estadounidense William Caskey entre el 20 de septiembre de 1947 y el 27 de marzo de 1948.
Ese mismo año, a partir de las notas que fue tomando, publicó sus impresiones del viaje en The Condor and The Cows, un diario que acaba de editar en español Sexto Piso con traducción de Andrés Barba y las fotografías de Caskey.
Cartagena, Bogotá, Cali, Popayán, Quito, Lima, Arequipa, La Paz y Buenos Aires son las estaciones principales por las que transita un viajero lúcido y agudo, con la mirada aguda del escritor y la perspectiva distante del extranjero en la Bogotá de las librerías y los limpiabotas que citaban a Proust, en Cartagena de Indias o en una travesía por el río Magdalena.
La misma capacidad de observación y de análisis que demostró en los relatos de Adiós a Berlín aparece en este trayecto que va desde el ámbito andino y montañoso del cóndor hasta las vacas de la Pampa. Ciudades y campos, paisajes y personajes, incidentes y asombros evocados en la prosa ágil de Isherwood, que ve en Medellín un pequeño Chicago y detecta la peste sudamericana en los ejércitos y en los generales golpistas.
La violencia, la represión, la apatía, la pobreza, la energía malgastada y la riqueza mal repartida como claves históricas de un territorio analizado en su dimensión moral y humana por la mirada perspicaz de Isherwood, que es mucho más que un turista.
La estupenda traductora que es Susana Carral es la responsable de la versión en Rey Lear de Impresiones de Yanquilandia, un libro tan breve como espectacularmente editado, porque suma a los cuatro ensayos de Wilde – Impresiones de Norteamérica, La invasión americana, El hombre americano y El Evangelio según Walt Whitman- un abundante número de fotos y grabados de los Estados Unidos que conoció Wilde en 1881 cuando viajó allí para dar un ciclo de conferencias.
Por favor, no disparen al pianista: Hace lo que puede. Oscar Wilde vio ese cartel sobre el piano de un salón de baile en Liedville, la ciudad más rica del mundo. Y la más violenta: en ella todos los hombres llevan revólver. Lo cuenta en sus Impresiones de Norteamérica, el primero de los cuatro artículos que se recogen en este volumen generosamente ilustrado con abundantes imágenes de la época. Un dandy en el Oeste, como señala el prólogo del editor.
En su colección El periscopio, dedicada a los libros de viaje, Ediciones Evohé publica una selección de textos viajeros de Pérez Galdós.
Prologados por Germán Gullón, se recogen en este volumen sus Viajes por España, las Memorias de un desmemoriado, los Viajes por Europa –Portugal, Italia, Inglaterra-, además de un apéndice con las cartas de Galdós a Clarín.
Santillana del Mar, El Toboso, Lisboa, Verona, la costa napolitana, Roma, Edimburgo o la casa de Shakespeare son algunos de los lugares en los que se detiene un Galdós que se describe a sí mismo como un “peregrino infatigable.”
Es una buena manera de comprobar lo que dice Germán Gullón en el prólogo, que “la literatura de viajes de Galdós no ha sido tratada con el cuidado que se merece, y este libro sale con la intención de rescatar textos importantes. Los viajes aquí contados vienen a constatar que, a diferencia de la fama que le atribuye la ignorancia, fue un escritor cosmopolita.”
Porque la mirada del Galdós viajero que escribe estos textos no es la visión rápida y superficial del turista, sino la del escritor a tiempo completo que extrae de sus experiencias itinerantes un material que tiene valor en sí mismo por su maestría en las descripciones, pero que incide además en las zonas más conocidas de su obra novelística.
En Paris-Saigón, que publica Pasos perdidos, Ana Puértolas, que fue durante años encargada de la sección de Viajes del periódico El País y directora de la revista Viajar, narra un viaje de miles de kilómetros con doce escalas insospechadas entre París y Saigón.
Es un largo viaje que dura cuarenta años, desde el París de 1965 al Saigón de 2005 y que, como señala Ana Puértolas, resume “la historia de una ruta marcada tanto por el azar como por el deseo.”
Un recorrido imprevisible por ciudades y paisajes ligados a la experiencia, a la literatura y a los sentimientos de la viajera, desde los veinte años que tenía la joven que se escapa un verano a París y se deslumbra ante la libertad y ante la vida, y el Saigón de 2005, al que llega la autora “manteniéndome a flote como la ciudad, mudable y testaruda.”
Lima bajo el toque de queda, la llovizna y la brutalidad militar, la Jerusalén ocupada por Israel, Alepo como cruce de caminos y culturas, las pirámides y los templos mayas de Tikal... son las primeras etapas de un itinerario prolongado a lo largo de cuatro décadas en las que la viajera se transforma más que el mundo, y su forma de mirar –tan intensa en Ana Puértolas, tan llena de vida, de emociones y de ideología- cambia más que lo que mira.
Aunque poco conocido, El espejo del mar es desde hace tiempo un libro de culto para iniciados en Conrad. El mejor de los suyos en opinión de algunos de sus más prestigiosos lectores. Por eso, a instancias de Juan Benet, Javier Marías hizo con ella una de sus mejores y más difíciles traducciones en una edición que publicó Hiperión.
“Contra el aprovechado y explotador gremio de los editores en general /.../ y contra uno de éstos en particular, nítido ejemplo de aprovechamiento y explotación,” Marías revisó en 2004 para una edición ilustrada en Reino de Redonda la traducción del “libro que más trabajo le dio en su vida y le supuso más dificultades -pero quizá también más íntimos orgullo y satisfacción.” Una de las razones era “el inalterado e inconmovible entusiasmo del traductor por dicho libro.”
Aunque sin el material gráfico de la edición de Reino de Redonda, esa es la versión que publica Debolsillo, con el prólogo de Juan Benet, que compartía su entusiasmo con el editor y explicaba que en este libro “no hay una sola página de estilo menor, no hay un solo personaje o frase de reputación dudosa, nadie viene de fuera con voz propia. Todo el libro es Conrad cien por cien, y, además, el mejor Conrad, el que sabía dibujar un hecho del mar con la más perfecta forma literaria, y el que sabía ilustrar un acontecimiento narrativo con la más acertada imagen marinera.”
Son catorce textos escritos “como si le hablara a un viejo amigo" por un marinero en tierra como desahogo mientras componía Nostromo, una de sus novelas más trabajadas e intensas. Catorce capítulos que completan una narración autobiográfica sobre su relación con el mar y los veleros, una experiencia fundamental en la vida y la obra de Conrad.
El espejo del mar constituye –escribía Conrad en 1919- “el mejor homenaje que mi piedad puede rendir a los configuradores últimos de mi carácter, de mis convicciones, y en cierto sentido de mi destino: al mar imperecedero, a los barcos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyo tiempo ya ha pasado.”
En su Novela de un literato, Rafael Cansinos Assens describía a Julio Camba como un feroz anarquista que “odiaba a los burgueses, pero amaba la buena vida burguesa, los bistecs gordos y las mujeres finas.”
No parece que Camba encontrase muchos filetes gordos ni muchas mujeres finas en el año largo que estuvo en Londres escribiendo artículos y crónicas para un periódico de Madrid. Estaba recién llegado de un París muy distinto cuando se instaló en Londres -“donde la gente no se ríe nunca”- desde finales de 1910 hasta enero de 1912.
Después de Playas, ciudades y montañas, Reino de Cordelia publica, también con prólogo de Francisco Fuster García, Londres, una espléndida antología de aquellos textos periodísticos con los que Camba se ganaba la vida como corresponsal indolente y brillante.
Es una reunión de textos que sin embargo genera un volumen coherente no solo por la referencia común al espacio urbano londinense, sino por la homogeneidad del tono con que están escritos estos artículos, que se recogieron en forma de libro en 1916.
Desde la entrada en Inglaterra por la aduana de Newhaven, se van sucediendo estampas con guardias ingleses, sobrehumanos, impasibles e impermeables en una ciudad que con sol es absurda e inexplicable; referencias a la comida de unos ciudadanos que comen de pie y se bañan a diario porque viven en un país sucio y sepultado bajo la niebla.
La lucha con el idioma, las mujeres feas, la psicología de la blasfemia, la visión de los ingleses como animales tranquilos que admiran las ruinas, una fantasía sobre las patatas a propósito de la monotonía unánime de la comida inglesa –si no tienen imaginación en la cabeza, ¿cómo van a tenerla en el estómago?- son algunos de los temas en los que brilla el ingenio y la prosa del mejor Camba, el articulista brillante al que le sirve cualquier tema para trazar una estampa londinense.
El negocio y el deporte, el gin y las tabernas, los barberos ingleses, los oradores de Marble Arch, las costumbres, la moral inglesa y sus virtudes húmedas y frías y el carácter de los londinenses, indiferentes o suicidas, los clubes de mujeres solas, el pudding navideño o el público de los teatros.
Camba luchaba con humor y buena prosa con aquella ciudad donde todo le es hostil al español: el idioma, las comidas, las costumbres. Pero de aquella hostilidad ambiental aquel dormilón en Londres extrajo el material del que se nutren algunas de sus mejores páginas.
Santos Domínguez