Año 183 de la Era del León de Oro 3 del Sol Naciente Eiji fue el primero en abandonar la sala de entrenamiento; no se dirigió a las escalinatas que ascendían a los dormitorios, no obstante, sino que salió por la puerta lateral y abandonó los terrenos de la Academia. Se quedaron solo Nawe, brutal y testarudo, y Röryan, que parecía disfrutar del entrenamiento físico más que ninguno de ellos. No se dijeron nada: se limitaron a seguir golpeando los postes acolchados, utilizando puños, codos, rodillas y toda la longitud de las piernas. Una de las reglas básicas para un Caballero era ser capaz de utilizar una gran variedad de armas, incluyendo su propio cuerpo. Nawe conocía todas las lecciones que había por aprender de la Caballería, salvo tal vez una; una que se negaba a aceptar, y que lo condenaba a seguir siendo un aprendiz… hasta que su maestro decidiera que no valía. Él pensaba que esa decisión ya había sido tomada hacía tiempo, y sencillamente el maestro, el Caballero Meylon, sentía demasiada lástima como para echarlo, porque sabía que no había lugar para él más allá de la Academia en la que había crecido, a la que había dedicado toda su vida. Nawe sabía que era cuestión de tiempo, pero sin duda aprovecharía mientras pudiera, y seguiría entrenando con el mismo ahínco que puso el primer día, cuando todavía le quedaban esperanza y devoción. Entre tanto, se decía con amargura, haría ver que creía en la posibilidad de llegar a ser como Röryan: el perfecto aprendiz, el perfecto futuro Caballero, que a su lado golpeaba los potes con precisión, ceñudo y concentrado, con el corazón de oro y el temple del acero. Pero al final incluso este se cansó. —Voy a lavarme y a la cama —dijo entre jadeos, sonriendo como solía, con confianza y alegría; era algo que atormentaba a Nawe, que nunca había aprendido a sonreír—. ¿Vienes? —No —negó con su habitual hosquedad. —Vale. —No había nada que perturbara la amabilidad de Röryan, que aceptó en actitud mansa—. Buenas noches. No obtuvo respuesta de Nawe, que volvía a enfocar su atención en un enemigo imaginario mientras el muchacho ya se retiraba hacia los baños exteriores. A pesar del dolor de sus agotados músculos, siguió sin cesar: golpeó el poste acolchado con todo su cuerpo, ignorando el cansancio, el sudor que le corría por las sienes, por el cuello y la espalda desnuda. Siguió incluso en la oscuridad, utilizando la luz de la luna que entraba por las ventanas y la puerta lateral para orientarse en el amplio espacio de entrenamiento, e incluso continuó con la secuencia de movimientos cuando oyó pasos y supo que estaba siendo observado. Tres minutos después Nawe lanzó una fuerte patada contra el poste y luego, procurando que su respiración pareciera relajada, se volvió hacia el hombre de cabello entrecano y una cicatriz cruzándole el ojo. —Le pones mucho empeño —comentó el que era su maestro, el Caballero Meylon—. Pero te fuerzas demasiado. —Yo decido cuándo me fuerzo demasiado —replicó Nawe con hosquedad. Creía saber lo que el hombre veía cuando lo miraba. No el Caballero en el que hubiera querido convertirlo, sin duda, sino más bien el villano de los cuentos. Menos que eso: el lacayo del villano, aquel que embiste sin pensar, obedeciendo ciegamente a su señor. Así era como Nawe se sentía desde que, hacía ya dos años, había fracasado. Año 181 de la Era del León de Oro 84 del Sol Ardiente Nunca antes había pisado una taberna. Como un ilusionado aprendiz de Caballero, había tenido cosas mejores que hacer antes que codearse con borrachos y maleantes junto a una jarra de cerveza aguada —al menos, eso era lo que le había inculcado su maestro—. Pero llegados a ese punto, era el único lugar al que se le ocurría ir: con los de su calaña. De modo que allí se encontraba, joven, con la esperanza perdida y los sueños rotos, en un antro sucio y destartalado, lleno de ruido y de gente. La clientela emanaba desdicha; como él, estaban allí para ahogar las tensiones y las desgracias, para olvidar sus problemas y sentirse vivos por un rato, mientras el alcohol hiciera su efecto. Al entrar en el tugurio junto al camino, al sumergirse en el ambiente lleno de humo, risas discordantes, hedor a ebrio y escaramuzas que no merecían recibir el nombre de «pelea», sus sentidos se abrieron, despejándose por primera vez desde que su maestro había dicho esas tres fatídicas palabras: Lo miró con decepción, pero no con sorpresa, cuando el joven salió del bosque y alzó de nuevo la espada contra él. —No estás preparado —sentenció. «No lo sabía», pensó Nawe por enésima vez, desesperado. «¡No lo sabía! ¡Malditos seáis todos!». Lo habían engañado. Shiana con su candidez, Röryan y Eiji con su silencio, y Meylon, su maestro, que lo había orquestado todo. Una gran mentira. Y él había caído en la trampa. «Nunca debí haber venido». La realidad era, se daba cuenta entonces, de que no era un Caballero ni nunca lo sería. En su auto desprecio, Nawe se decía que había intentado cambiarse a sí mismo, amoldarse a lo que otros habían dicho que era digno y noble, pero al final solo había una verdad: que su corazón era más negro que el carbón. Inconsciente de toda la bondad que había en él, el joven y despechado aprendiz fue hacia la barra del tabernero. Sintió un oscuro atisbo de retorcido placer al empujar un borracho a un lado para hacerse sitio, pero en lugar de quejarse, este se limitó a roncar en el suelo. Nawe puso una bolsa de monedas sobre el mostrador. Sus ahorros. Cada semana, el maestro les daba unas monedas a cada uno para sus gastos personales; caprichos, sobre todo, pues él les daba cuanto podían necesitar. Les daba alimento, un techo, una cama donde dormir, ropa, armas, adiestramiento. ¿Por cuánto tiempo más? ¿Cuánto tiempo disfrutaría de aquellos placeres? Sabía que era estúpido gastar sus ahorros, que nunca antes había tocado, en aquello. Pero aun así lo hizo. Ordenó hidromiel, y con un brillo siniestro en los ojos, el tabernero miró el dinero y aceptó servírsela. Sin pensarlo un instante, Nawe tomó la jarra y bebió. Sintió una lengua de fuego bajándole por la garganta, estallando en su estómago. Con un jadeo volvió a ponerla en el mostrador. Debería sentirse mejor. ¿No era así como les pasaba a los borrachos de las tabernas? Bebían, y los pesares dolían menos. Pues no le dolía menos. —¡Otra! —ordenó. Fue servido de nuevo, y aunque su estómago se encogió en agonía ante el potente alcohol, Nawe bebió. Hay personas que pueden olvidar mediante la bebida. Otras, no obstante, solo recuerdan con más nitidez. Él era de los últimos. —Mañana harás tu prueba. —¿De verdad? —No te mentiría. Pero su maestro sí había mentido. Una prueba, sí, pero únicamente para demostrarle que no era apto, que no valía, que nunca sería un Caballero. Cerrando con fuerza los ojos Nawe recordó bien el estridente grito. Se tapó los oídos, pero aunque bloqueó las risotadas y las peleas, aquel grito, las súplicas, los ruegos de ayuda no desaparecieron. Otra parte de la mentira. —¡Ayuda! ¡Por favor, que alguien me ayude! —No te muevas, Nawe, no hemos terminado. —¡Maestro, alguien está en peligro! —Si te vas, no tendrás otra oportunidad. —¡Maestro! —¡Por favor, por favor…! ¡Por favoooooor! —No pienso quedarme aquí sin hacer nada. Sí, había ido al bosque a pesar de todo, con el corazón partido. Había abandonado su prueba. Y allí, entre los primeros árboles, esperaba Shiana, la hija del maestro, para decirle que ella se ocuparía. —¿Lo has oído tú también? —¡Como para no oírlo! Pero Nawe, no puedes estar aquí. ¡Es tu prueba! —¡Esa mujer necesita ayuda! —Yo me encargaré, tienes que volver antes de que sea tarde. —¡Zorra embustera! —espetó. Nawe sintió torpe su lengua, la voz pastosa, pero su mente era clara y lúcida como una mañana sin nubes. Shiana lo había convencido de regresar, de confiar en ella para ocuparse de la desconocida. Así que había regresado, solo para que Meylon le dijera que no estaba preparado. «Nunca estaré preparado», pensó. «Nunca seré un Caballero. Nunca seré como tú esperas». Había dejado que otro se ocupara del problema, solo para regresar a su examen. Había sido egoísta. Su corazón estaba podrido, se decía, y lanzó una queda risilla. —Maldita sea… Su voz estaba ya quebrada por la decepción, por la bebida y el odio que sentía hacia sí mismo. Nunca había sido bueno. Cuando era un niño en las calles, robaba para vivir. Un Caballero no lo haría, moriría antes, pero él no; él era capaz de cualquier cosa por su supervivencia. ¿Por qué Meylon lo había acogido? ¿Por qué, en nombre de todos los ángeles, pagó a sus padres para llevárselo? ¿Por qué, si siempre fue evidente que no lo lograría? ¿Por qué tomó bajo su ala a un niño malnutrido y agresivo, y le mostró la otra cara del mundo —la protección del débil, la calidez de un hogar, de una familia, el bien y el honor y la nobleza del corazón— cuando ese niño nunca, jamás, debería haber conocido nada de eso? Mientras bebía, eso era todo cuanto podía pensar. Nawe no se creía digno, no se creía capaz. Tal y como se veía a sí mismo, no era más que un ladrón, un asaltante de caminos, y había intentado vivir una vida que no le pertenecía. Para él, nunca debió haber sido aprendiz. Año 183 de la Era del León de Oro 3 del Sol Naciente —Voy a hacerle la prueba a Röryan —informó el maestro. Nawe tardó un momento en comprender aquellas palabras, y su primera emoción no fue la alegría al ver mejorar a un compañero: fue un intenso ramalazo de rabia. «Cómo no», pensó con rabia. Röryan era la clase de persona que siempre sonreía, que tenía el corazón puro y bueno, que se desvivía por otros y que se preocupaba por todo el mundo, incluso por alguien como Nawe, que nunca había tenido una palabra amigable para él. «Por supuesto que hará la prueba». Aunque solo tuviera diecisiete años, Röryan estaba más que preparado. Él había tenido diecinueve cuando cayó en la trampa. Incapaz de entender por qué Meylon le decía aquello, por qué ahondaba en las heridas largamente abiertas, Nawe se volvió y siguió golpeando el poste, imaginando que era su detestable compañero. —Voy a necesitar tu ayuda —expuso Meylon sin preocuparse porque no lo mirara, porque no pareciera prestarle atención. —No —negó el joven abruptamente, sin parar, sin volverse. —Todavía no te he dicho para qué. —No pienso pararme ahí y decirle «no, Röryan, es tu oportunidad, date la vuelta que yo me encargo de esto». —No, esa tarea recae en Shiana. —Si piensas pedirme que me ponga a gritar pidiendo auxilio… —Quiero que seas quien hace que la mujer pida auxilio. Nawe se detuvo en mitad de un movimiento con precisión milimétrica. Se volvió lentamente. Meylon lo miraba, tranquilo, sereno, una firme roca en la tormenta. Siempre había sido así. Provocaba confianza en los demás. Él había confiado, y, qué estúpido era, se decía, todavía confiaba. —¿Qué me estás pidiendo? —musitó el joven, casi temeroso de escuchar.
Nawe no se ha sentido digno desde hace mucho tiempo...
Pero llega un punto en que eso va a dar igual.
Su pueblo lo necesita.