Lo primero que llama la atención de la propuesta de Payne es el riesgo que ha corrido rodando su película en un blanco y negro sobrio, muy adecuado para la historia que va a contar. Buena parte de la efectividad de la película se basa en la magnífica interpretación de su protagonista, Bruce Dern, que interpreta a un hombre anciano y alcohólico, de vuelta de todo, pero que recupera la ilusión al llegarle un certificado - un timo claramente - de que ha ganado un millón de dólares a la lotería. Contra toda evidencia, Woody se escapará de casa una y otra vez para cobrar su premio. Parece que es la última misión que le queda en la vida y le da igual que le repitan que lo del millón no es cierto. Él, en sus delirios de alcóholico estima que el certificado le va a permitir cumplir dos humildes deseos: comprarse una camioneta y dejar dinero a sus hijos.
Uno de sus hijos precisamente va a ser quien finalmente acompañe a su padre en su loca empresa. A partir de ahí la película se convierte a ratos en una magnífica road movie que tiene por escenarios esos paisajes áridos e inabarcables del interior de Estados Unidos. El viaje no va a servir para que padre e hijo se comprendan mejor, pero sí para unirlos un poco más, aunque sea en defensa del honor familiar ante las burlas de los antiguos vecinos del padre. Una película que no pertenece exactamente a nuestro tiempo ni a ningún otro, puesto que trata temas universales. Además, hace un uso muy medido del sentido del humor que esconde una tragedia: la del hombre que solo ha podido enfrentarse a la vida, a lo que se espera de él, con la ayuda de la botella, algo muy común en el lugar donde se crió. Este va a ser el triste legado que va a dejar a unos hijos que, a pesar de todo, comprenden el sufrimiento y la humanidad de su progenitor.