Los que odian tanto que festejaron la muerte de Fraga Iribarne bebiendo cava por plazas y calles, especialmente de Barcelona, aunque son pocos hacen un enorme ruido que los medios informativos amplificamos hasta el infinito.
Cuando las televisiones los exhiben cantando, bailando y emborrachándose entre signos de la patria autonómica que demandan independiente o del comunismo que quieren imponer, a cualquier observador descubre con estupor que son necrófilos, como las hienas.
Pero como las televisiones muestran a estos odiantes sin hacer el más mínimo análisis, sobre quiénes son o qué significa su alegría en una sociedad sana y libre, a primera vista podría parecer que representan el sentir general.
Las imágenes repetidas mil veces en mil medios parecen decir que estos tipos son el pueblo español.
No lo son, pero lo fueron en los 1930. Estas masas, de izquierdas o derechas, construyen oclocracias que conducen a los más espantosos regímenes: desde el nazi hasta el comunista, o el de los sádicos asesinos tanto del primer franquismo como del republicanismo más fanático.
Todos conocemos a personas que van a este tipo de autos de fe del odio popular. Los conocemos a ellos y a sus familias, sabemos de dónde vienen, quienes eran sus padres y abuelos. Y no olvidemos que los anónimos asesinos de los dos bandos eran gente común y dejaron descendencia.
Con su conducta y enseñanzas transmitieron en sus casas rabia y odio, son origen de esos seres miserables a los que popularmente se conocía como malnacidos.
Para el relativismo cultural actual son gente común que ejerce su derecho, que lo tiene. Pero que es despreciable.
Muchos descendientes de la ultraderecha se han pasado a la ultraizquierda, y viceversa.
“Matan al padre”, repetiría Freud, mientras transmiten el odio entre los suyos, generación tras generación. Son la chusma, la chusma necrófila que necesita odiar.
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SALAS