MARIADELA LINARES
Siempre hemos pensado que el mayor mérito de Chávez ha sido destapar la olla podrida que tenía escondida esta sociedad No sólo no es cierto que él sea el culpable de que se hayan desatado las pasiones más oscuras, que son capaces de albergar los seres humanos, ni que su discurso agresivo sea excusa para que se pongan de manifiesto los sentimientos de odio que hoy anima a buena parte de la sociedad, ni mucho menos la frase que repiten con estulticia de que “antes éramos felices, pero no nos habíamos dado cuenta”, hasta que él vino a aguarnos el baile. Simplemente, el Presidente le dio una patada a la mesa y eso sirvió para que se derrumbara todo un andamiaje de falsedades, en que nos encontrábamos sumidos. Así como una vez Fidel le dijo a Chávez que en Venezuela no hay cuatro millones de oligarcas, haciéndole alusión a su reiterado discurso descalificativo contra la condición social de quienes le adversan, tampoco es cierto que esos cuatro o cinco millones de compatriotas que quieren sacarlo del poder, sean todos blanquitos. Vivimos una auténtica lucha de clases y de razas, y es triste que muchos no se hayan percatado. Cada día es más obvio que la pugna por el poder, que han emprendido sin contemplaciones todos aquellos que estaban acostumbrados a ostentarlo por su propio beneficio, tiene más que ver con los privilegios de clase aparentemente en peligro, que con animadversión puramente ideológica. El fundamento filosófico de la diatriba es meramente económico. Cuánto tienes, cuánto vales. Cuánto me das, cuánto te doy. En el medio, está la gente, la mayor parte de ella utilizada.Es lamentable cuando uno ve un negro en la otra orilla del río. ¿Será que no lee las conversaciones de noticiero digital? ¿Qué no ha escuchado nunca las referencias a su raza, que con tanto desprecio hace la gente de la oposición? ¿Creerá que militando en el otro bando se blanqueará un poquito? ¿Ha fallado el discurso o es muy difícil desmontar este entramado alienante en que hemos vivido durante cinco siglos? Más de una vez hemos escuchado que quien está en la base de la pirámide social, tan pronto sube un escalón no quiere mirar para abajo, ni por solidaridad. Se olvida fácilmente de dónde vino, quién lo ayudó a ascender y quiere rápidamente parecerse a los patrones de éxito y distinción social, que “caracteriza” a los de más arriba. Rasgos más, narices menos, aquí todos somos negros, indios, macacos o bembones, las cuatro cosas o un poquito de cada una de ellas, pero nadie se “salva” de la marca racial de la mezcla que nos identifica. Lo grave del asunto es que quienes deberían sentirse víctimas de la discriminación, y entender y sopesar el desprecio del que son objeto, son también victimarios de otros, un poco más oscuros o con el cabello más rizado. Chávez tiene el mérito, entre otras cosas, de poner a su raza en el tapete y exhibir su orgullo de pertenencia. Desde el mismo momento en que hizo ostentación de sus orígenes, de sus rasgos y los remarcó con dignidad, selló la distancia que lo separaría de quienes no son como él. Los achocolatados que antes tuvieron posiciones de poder lo hicieron a pesar de ello; porque se comportaban y actuaban como blancos. Este zambo cometió el pecado de revolver el orden “natural” de las cosas. Pobre del que no lo haya comprendido así.