Pensaba en todo esto el pasado viernes, cuando por la tarde llegó mi hijo mayor (nos hemos quedado solos, tanto él como yo, unos breves días) y empezó a contarme lo guapísimo que estaba un niño de dos o tres años (iba a hombros de su padre), vestido de cocodrilo...
Por eso a mis hijos los llevé a Venecia: sensualidad, refinamiento, luz, artificio y lo que se quiera, pero... todo tiende hacia arriba, en impulso de elevación.
Seguramente lo pensaba dolida por lo que está pasando en el país.
(Y ensombrecida por la noticia de la desaparición de otra de las voces más lúcidas que acompañaron mis años de formación: Eugenio Trías.)
Y hasta llegué a pensar, en el retiro de estos días, que, dada la naturaleza de la mojiganga nacional, nuestros próceres deberían desfilar públicamente vestidos de lo que en verdad son y que todo el año ocultan y enmascaran. Y deberían bailar en las plazas a ritmo convulso, retorciéndose descoyuntados, la risa equinal tan rotunda como sus carcajadas broncas. Y nosotros cantarles las viejas cantigas de escarnio e maldidez.
Estamos en el territorio de la farsa, y ya somos incapaces de pronosticar qué nos depara el inmediato día de mañana. Aquí en Barcelona acaba de clausurarse la Semana Negra (dedicada a la novela policíaca) y la realidad nos obsequia con una de espías y ladrones.
P.D. Hoy entierran la sardina, pero yo me zampé un chuletón. Estoy cansada.