“Es novelista”, susurró una vecina del barrio. En ese momento comprendí el afán con el que a menudo aporrea las teclas del ordenador después de adueñarse de la idea, ese boceto intrigante que no lo deja descansar en paz.
Me paro en puntas de pie y estiro el brazo intentando alcanzar el último estante de la alacena. Encuentro los frascos, les quito el polvillo con un papel suave para no rayarlos y los acomodo sobre la mesada. En ese momento, el viejo abandona su puesto de centinela y atiende el teléfono. Mientras la mermelada se termina de entibiar, el hombre regresa con una taza de café y se reintegra a su destino de eterno vigía. La noche cae sobre la ciudad. El escritor sigue haciendo su trabajo. Yo, el mío.
Texto: Bee Borjas