Nelson Mandela: lucha por el pueblo africano

Por Jorge Luis Rodríguez González

Estaba predestinado a ser el jefe de su tribu, pero se convirtió en la luz de su pueblo. Con 92 años y aunque no ocupa ningún cargo político, Nelson Mandela sigue siendo la conciencia crítica en la construcción de una nueva Sudáfrica

Pudo haberse convertido en jefe de una tribu de los thembus, de la etnia xhosa. Su árbol genealógico lo predestinaba. Pero en su cabeza de niño daban vueltas los relatos de los ancianos sobre «los buenos tiempos, antes de la llegada del hombre blanco», cuando reinaba la paz y todo respiraba en equilibrio y armonía.
Ante sus ojos, los viejos sabios de barbas, reunidos ante una gran hoguera, también contaban historias de resistencia y lucha de aquellos ídolos que conformaron el orgullo del pueblo sudafricano. Estas charlas, en las que comenzaba a "cocinarse" su posición política, chocaban con lo que le enseñaban en la escuela: una historia llena de héroes blancos, en la que los negros eran salvajes o ladrones de ganado, y las rebeliones contra los colonizadores se presentaban de manera peyorativa.
Mandela estaba decidido a construir su propio camino lejos de su natal Qunu. Su persistencia la había demostrado desde pequeño, cuando no dejó de asistir un día a la escuela aunque tuviera que usar la ropa de su padre, ajustada a su tamaño. Convertirse en abogado para defender los derechos de sus coterráneos humillados no le resultó sencillo.
Cuando cursaba el tercer año en el colegio de Fort Hare, fue expulsado por participar en una protesta porque las autoridades redujeron las capacidades del Consejo de Representantes Estudiantiles, del cual formaba parte. En esa institución, conocida por haber formado a dirigentes potenciales no solo de Sudáfrica sino de la parte central del continente, conoció a Oliver Tambo, quien le acompañó siempre en la lucha contra el apartheid.
Fue tan intrépido que llegó a desafiar a su padrino, quien le tenía concertado un matrimonio para que asumiera su rol como jefe de los thembus. No fue una decisión fácil. Negarse a ello era como renunciar a su identidad tribal.
Con solo 22 años llegó a Johannesburgo, una ciudad que lo aplastaba. La prosperidad distinguía los vastos suburbios blancos, pero los nativos africanos eran confinados a las barriadas de chabolas, sin electricidad ni agua potable, y donde los policías entraban como fieras buscando a quién apalear y llevar a la cárcel.
Para ganarse la vida trabajó en una mina de oro, y luego se trasladó al populoso suburbio negro Alexandra, en el extremo nororiental de Johannesburgo. Gracias al consejo de un conocido se encontró con Walter Sisulu, quien se convirtió en otro de sus imprescindibles amigos. Sisulu estaba al frente de una agencia inmobiliaria que se ocupaba de los terrenos libres a los que aún podían acceder los negros y no tardó en ofrecerle un empleo por dos libras esterlinas.
Sisulu también le ayudó a regresar a los estudios de Derecho. Le ayudó económicamente para que pudiera obtener el título de Licenciado en Letras por correspondencia en la Universidad de Witwatersrand, y lo presentó a un bufete de abogados blancos en el que podía trabajar mientras estudiaba su carrera. Posteriormente, al establecerse con su primera esposa Evelyn Ntoko Mase —una enfermera que también le ayudó a costear los estudios de esa carrera—, en Orlando, un township (barrio) ubicado al sudoeste de Johannesburgo, se reencontraría con su otro amigo Oliver Tambo, quien había venido a la urbe a impartir clases de ciencias y matemáticas en la St. Peter´s School. Muy cerca también vivían Sisulu y su esposa Albertina.
Con Sisulu y Tambo compartió también el activismo político y los ajetreos del Congreso Nacional Africano (ANC) y la Liga Juvenil, de la cual fue su secretario general. El trío de amigos, junto a muchos otros sudafricanos con sueños de emancipación, sufrieron detenciones y persecuciones por parte de las autoridades racistas.
Se cuenta que un judío polaco del bufete aconsejaba a Mandela que se concentrara en sus estudios universitarios y se alejara de la política. Era imposible.
En 1944 ingresó al Congreso Nacional Africano (ANC), un movimiento de lucha contra el régimen oprobioso que habían implementado los blancos, y del cual llegó a ser secretario general.
En un país que emergía como un crisol de razas (indios, negros, blancos) Mandela llegó a la conclusión de que hacía falta formar un frente multirracial, no exclusivamente negro, y que incluyera a otros colectivos políticos de resistencia, como los comunistas, para oponerse al Gobierno de minoría blanca y sus políticas segregacionistas. Por mucho que el Gobierno se esforzara en dividir a un pueblo por el color de la piel, los oprimidos estaban convencidos de que debían unirse para poder derrotar a la dictadura blanca. Mandela convirtió al ANC en un gran movimiento de masas con un nacionalismo africano radical.
Su defensa de la plena ciudadanía, la representación parlamentaria directa, la redistribución de la tierra, y de la salud y la educación para todos, lo convirtieron en un escollo para la dictadura opresiva blanca.
Fue uno de los impulsores, en 1955, de la Carta de la Libertad, una especie de programa de lucha que aglutinaba no solo a los miembros del ANC, sino a otras agrupaciones políticas. Este documento plasmaba la aspiración de un Estado multirracial, igualitario y democrático, y una política de justicia social en el reparto de la riqueza. Los recursos naturales del país le pertenecen a sus hijos; por ello, una vez derrotado el régimen discriminatorio, debían ser puestos en función de la construcción de una sociedad con iguales derechos para todos.
«Prohibido»
La represión alcanzó matices insospechados una vez que el Partido Nacional tomó el poder en 1948 e institucionalizó la segregación racial. A partir de entonces, la discriminación hirió cada una de las fibras humanas y se apoderó de todo espacio social de Sudáfrica. En la entrada de muchas instituciones públicas y centros privados, aparecía un cartel advirtiendo la prohibición de acceso a los negros.
En 1952 emprendió la Campaña del Desafío a las Leyes Injustas, una movilización que unió a todos los sectores progresistas de la sociedad sudafricana en el enfrentamiento común al apartheid.
Mineros, obreros, maestros, intelectuales… negros, mulatos, indios… todos tomaron las calles en manifestaciones impulsadas por la Liga Juvenil, el ANC y el Congreso Indio de Sudáfrica, para enfrentar las medidas segregacionistas que iban desde prohibir a los negros su desplazamiento por determinadas zonas urbanas hasta establecer un toque de queda solo destinado a estos grupos raciales. Los muertos también fueron muchos.
Semanas después fue juzgado y condenado en virtud de la Ley de Supresión del Comunismo. La «justicia» blanca y torcida lo etiquetó como «prohibido» (banned, en inglés). Ello significaba que debía abandonar su actividad política y partidista. Ni siquiera su nombre podía salir en los periódicos, telediarios o emisoras radiales.
Estaba totalmente aislado. Era un objetivo enfermizo de la policía que no dejó de rastrearlo. Su pensamiento había sido criminalizado. A pesar de la extrema vigilancia, Mandela se las arregló para continuar en la lucha política desde la clandestinidad.

Prisionero 466/64
Hasta ese momento, el ANC había optado por la lucha pacífica, sin lograr sus objetivos. Al contrario, lejos de frenar la opresión, el régimen se volvía cada vez más brutal. Así lo demostró la matanza de Sharpeville, localidad urbana donde la policía se lanzó con toda su furia sobre una multitud de manifestantes y masacró a 69 de ellos y otros 187 resultaron heridos. Luego sobrevino una fuerte oleada de represión y la ilegalización del ANC.
Desde la clandestinidad, en diciembre de 1961, Mandela activó y asumió la jefatura del brazo armado del ANC: Umkhonto we Sizwe (Lanza de la Nación), que atacó instalaciones gubernamentales y de la Policía.
Lo buscaban hasta bajo las piedras, por lo que se vio obligado a salir del país y emprendió una gira por diferentes naciones para llamar la atención de la opinión pública internacional sobre los excesos de la política segregacionista. Sus denuncias retumbaron en una conferencia panafricana en Addis Abeba, Etiopía.
Luego de regresar de un curso de adiestramiento militar en Argelia, Mandela fue capturado. Con mucha tranquilidad, a pesar de saber que no escaparía de la injusticia, resumió en su alegato los principios de su batalla.
«He dedicado toda mi vida a la lucha del pueblo sudafricano. He luchado contra la dominación blanca y la dominación negra. He soñado con el ideal de una sociedad libre y democrática. Es un ideal por el que espero vivir. Pero es también un ideal por el que estoy dispuesto a morir».
Etiquetado como un hombre «peligroso», fue transferido a la prisión de máxima seguridad de Robben Island, emplazada en una pequeña isla en el mar a 11 kilómetros de Ciudad del Cabo y donde fue forzado a trabajar en las canteras de cal. La resistencia del prisionero 466/64 fue estoica. Su segunda etapa en prisión se desarrolló en la penitenciaría de máxima seguridad de Pollsmoor.
El amor a la música clásica, las prácticas de gimnasia, la lectura y un curso a distancia de Derecho, le ayudaron a soportar los horrores del encierro, donde también fue víctima del racismo.
Apenas pudo contar con las visitas de su segunda esposa, Winnie Mandela, y de sus hijos.
Momentos sublimes y otros muy tristes marcaron a la familia Mandela sin que Nelson pudiera estar presente. No pudo asistir al velorio de Madiba Thembekile, su hijo mayor, que con tan solo 25 años perdió la vida en un accidente. Tampoco le fue permitido asistir al funeral de su madre, ni pudo acompañar a su hija Zenani, quien contrajo nupcias con el príncipe Thumbumuzi Dlamini, hijo del rey de Swazilandia, Sobhuza II. Ni siquiera tuvieron en cuenta cuando, con 70 años, su salud peligró a causa de una tuberculosis.
Veintisiete años estuvo en prisión sin claudicar. Pudo haber salido en 1985, cuando el Gobierno, presionado por la comunidad internacional, le propuso la libertad a cambio de concesiones políticas y de que aceptara vivir en un bantustán, como se le llamaban a los territorios donde eran confinados los negros. Pero Mandela demostró nuevamente su descomunal entereza al no traicionar sus ideales.
Su pensamiento y su resistencia ante los chantajes y las presiones lo convirtieron en un símbolo de la falta de libertad de todos los negros sudafricanos. La denuncia y los reclamos por su liberación se hicieron sentir en todo el mundo.
Cuba en su corazón
Desde prisión, Mandela estuvo al tanto de la batalla de Cuito Cuanavale, a través de noticias que le llegaban muy fragmentadas. Esa epopeya, con la ayuda de los combatientes internacionalistas cubanos, fue el golpe mortal al régimen de Pieter W. Botha —conocido como «el viejo cocodrilo»— que ya se desmoronaba, y contribuyó a la independencia de Angola y Namibia. Una vez derrotada, Sudáfrica comenzó a negociar los Acuerdos del Sudoeste Africano, mediante los cuales Namibia pudo obtener su independencia. También se vio obligado a entablar negociaciones con el ANC y con el propio Mandela, una vez que Frederik de Klerk, el sucesor de Botha, le dio la libertad en 1990.
Cuba era una escala obligada para Mandela durante la gira internacional que emprendió entonces para explicar al mundo la necesidad de mantener las presiones contra Sudáfrica, pues aún el apartheid seguía vivo.
Con gran tino político, Mandela advertía que a pesar de que Pretoria hubiese suprimido leyes racistas reconocidas como un delito internacional, no era momento para premiársele. «El apartheid aún existe. Hay que obligar al régimen a que lo elimine. Y solo cuando ese proceso sea irreversible podremos comenzar a pensar en disminuir las presiones», advirtió.
Su breve estancia aquí no pudo ser más simbólica. Era el 26 de julio de 1991. Nuestro pueblo celebraba el aniversario 38 del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. Ese día, Mandela agradeció personalmente a Fidel y su pueblo, todo lo que la pequeña e intrépida isla del Caribe había hecho por África.
«Hemos venido aquí con gran humildad. Hemos venido aquí con gran emoción. Hemos venido aquí conscientes de la gran deuda que hay con el pueblo de Cuba. ¿Qué otro país puede mostrar una historia de mayor desinterés que la que ha exhibido Cuba en sus relaciones con África?», dijo ante la multitud congregada en la provincia de Matanzas.
«(…) Cuando usted, compañero Fidel, dijo ayer que nuestra causa es la causa de ustedes, yo sé que ese sentimiento surge del fondo de su corazón y que es el sentimiento de todo el pueblo de Cuba revolucionaria».
En una conferencia de prensa con periodistas cubanos y extranjeros, Mandela resaltó la solidaridad de Cuba que, desde el triunfo de su Revolución, puso en manos de América Latina, Asia y África, su amor por esas tierras y la posibilidad de recibir educación, atención médica y el talento de otros profesionales. Partía de Cuba lleno de fuerzas y esperanzas, dijo.
Fidel destacó la estatura moral de Mandela al catalogarlo como «uno de los más extraordinarios símbolos de esta era», «un hombre absolutamente íntegro» e «inconmoviblemente firme, valiente, heroico, sereno, inteligente, capaz».
El dirigente africano considera al líder de la Revolución Cubana como uno de sus «grandes amigos», y expresó su orgullo de encontrarse entre quienes «apoyan el derecho de los cubanos a elegir su propio destino».
«Las sanciones que castigan a los cubanos por haber elegido la autodeterminación se oponen al orden mundial que queremos instaurar. Los cubanos nos facilitaron tanto recursos como instrucción para luchar y ganar. Soy un hombre leal y jamás olvidaré que en los momentos más sombríos de nuestra patria, en la lucha contra el apartheid, Fidel Castro estuvo a nuestro lado».
Siempre estadista
Una vez elegido primer presidente democrático en las elecciones multirraciales de 1994, Mandela se convirtió en la esperanza del pueblo sudafricano para borrar tanta humillación y construir una nueva sociedad con iguales derechos para todos, sobre la base de la paz y la reconciliación. Una contienda que aún el ANC mantiene viva a pesar de que Tata —como también le llaman sus coterráneos— ya no es el Presidente.
Hoy, retirado de la política hace 11 años, Mandela disfruta mucho más a su familia, especialmente a sus nietos, a quienes adora. Prácticamente toda su vida había estado distante de esa otra parte de su alma. No obstante, continúa al tanto del pulso de una joven y palpitante democracia, llena de retos. Su pensamiento antiimperialista y anticolonialista sigue irradiando, no solo a su país y África completa, sino a cada rincón del mundo, donde es querido y respetado.
Madiba —título honorario que daban a los ancianos de su tribu, y con el que también se le conoce— ha estado al frente de otras batallas muy duras para su país, como la lucha contra el VIH-sida. Es una cruzada que toca su más íntima sensibilidad y la asume como un reto personal. Su hijo, Makgatho Mandela, el único varón que le quedaba, murió en 2005, con 54 años de edad, a causa de esa pandemia. En toda África se reportan unos 25 millones de enfermos, y Sudáfrica es precisamente uno de los países del continente con mayores índices (5,5 millones).
También le preocupa la niñez, porque como afirmó una vez, «no puede haber una revelación más intensa del alma de una sociedad que la forma en la que trata a sus niños». Uno de sus primeros gestos como Presidente fue renunciar a la tercera parte de su salario para dedicarlo a la creación del Fondo Nelson Mandela para la Infancia. «Estar preso durante 27 años sin ver niños es una experiencia terrible», aseguró entonces quien con mucho amor y ternura es conocido como «Mkhulu» (abuelo).
Este domingo, cuando Madiba está cumpliendo sus 92 años, desde diversos rincones de Sudáfrica y el mundo llegará el abrazo para ese inconmensurable símbolo de resistencia, amor y paz.