New Orleans, la que canta

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Una de las calles en el French Quarter

Supe que me había perdido cuando no subía ni bajaba nadie por ninguna de las aceras. Eran las diez de la mañana, quizá un poco más, y estaba a punto de comenzar a llover de nuevo. Caminaba por la calle Dauphine, derecho, como decía en el mapa y después de dos cruces indebidos, estaba allí al borde de unos rieles en desuso arropados por graffitis y una lluvia tempranera. Una melodía de carrusel sonaba a lo lejos y parecía venir de todas las esquinas. Nunca logré precisar de dónde salía el sonido, pero a los días supe -y lo supe porque estaba al frente del barco- que era el compás que salía por los tubos del Natchez, un barco de vapor y al que los viajeros se suben para recorrer parte del Mississippi, con alguna cena y música a punto.

Pero yo estaba en los rieles y en esas calles vacías y nubladas vi muchas de las fachadas más hermosas que tiene New Orleans. Luego, después, cualquier otro día, constaté en el mapa que había caminado casi entera la zona del Bywater, un sitio de importancia histórica en la ciudad, que se levanta al lado del río y en el que muchos se refugiaron después de la furia del huracán Katrina (2005), pues ahí el temporal no causó tanto daño. Y es por esa misma razón que, con el tiempo, también ganó mala fama, pero hoy insiste en llenarse de artistas y bohemios que intentan darle una cara distinta a su pasado.

Así que si tengo que comenzar a escribir sobre New Orleans, lo hago desde la lluvia y la niebla con la que nos conocimos. Porque así fue como nos presentaron; yo le sonreí y ella me empapó con un aguacero mientras caminaba siete cuadras arrastrando mi maleta para llegar a un hostal en el que ya tenía una reservación por diez días. Su “hola, ¿cómo estas?” fueron truenos y brisa y al día siguiente me dejó perderme por dos horas, pero luego se compadeció de mí y me enseñó el camino de vuelta o el de inicio -todavía no lo sé- ahí en los rieles del tren. Se empeñó en estar gris cinco días más, sin tregua. Y esos mismos días me empeñé yo en salir a verla.

Andando por la calle Dauphine

Todas las fachadas son hermosas

y de repente, te pierdes

Entras a lugares extraños

y luego consigues el camino de vuelta, por otra calle

En el hostal, una mochilera de Australia que se fue la mañana en que nos vimos, me regaló un impermeable que había comprado dos días antes. No va a saber ella nunca lo útil que me resultó. Ya esa misma mañana me habían dicho en Walgreens que los turistas, ay esos turistas, habían agotado los paraguas ahí y en CVS, pero yo tenía mi poncho azul con letras blancas que decían New Orleans. Mi primer souvenir de la ciudad había sido un regalo.

Una de esas mañanas lluviosas, la primera posiblemente, descubrí mi amor temprano por el tranvía. Suben y bajan por la calle Canal a un ritmo que no es rápido, pero tampoco lento y ahí me quedaba yo haciendo fotos de un lado a otro, como si alguien viniera a llevárselos para dejarme sin ellos. Digamos que ese día me bajé en la esquina de la calle Bourbon y pasé cerca de una hora en el mismo lugar, sin moverme. Mientras escribo esto puedo escuchar el peso del tranvía sobre los rieles, los pasos apurados de la gente para subirse al que va a City Park y no al Cementerio, o al revés; escucho el bip que hace la máquina cuando pagas el ticket, cómo se cierran las puertas y comienza a avanzar despacio. Una y otra vez. ¿Esta es la calle Bourbon? me preguntaron varias veces y yo, que no la conocía, pero que sí leía el aviso sobre mi cabeza, decía que sí, que esa era y por ahí se iban los curiosos, mapa en mano para descifrarla. A todos nos dejan en la calle Bourbon, a menos que sepamos a dónde ir.

Y como yo no sabía a dónde iba, acepté la sugerencia de otra viajera de ir hasta la última parada del tranvía, esa que te deja al frente del acuario y del casino, para caminar hasta el ferry y, por dos dólares, atravesar una parte del río Mississippi en menos de diez minutos y desembarcar en Algiers Point, el segundo vecindario más antiguo de New Orleans.

Cuando vas en el ferry, New Orleans se vuelve contraste. El río marrón que la arropa hace juego con sus edificios altos, pero también con sus construcciones francesas y españolas que van delineando una silueta única. Se veía nublada, pero no importaba. Ahí estaba esa ciudad, a lo lejos, haciendo música con la lluvia.

Todo confluye en la calle Canal con el ir y venir de sus tranvías

Caminando hacia el ferry

Barcos a vapor cruzan el Mississippi

Pero yo pagué 2$ para ver a New Orleans así, de lejos

y decir que navegué el Mississippi por cinco minutos

Ya en Algiers Point, una estatua del músico Louis Amstrong nos invitaba a caminar por sus calles vacías. Es un poblado dormitorio. Temprano en la mañana, todos se suben al ferry o el bus -lo que llegue primero- y cruzan a New Orleans para trabajar. Durante el día, tiene aspecto de pueblo fantasma. Hay silencio, nadie se asoma en sus ventanas y quizá la excepción sea un pub irlandés que aparece como una respuesta al viajero curioso que se sienta en la barra a preguntar adónde se fue todo el mundo mientras prueba una Abita Amber, una cerveza de New Orleans, y toma aliento para continuar la jornada.

Cuando dejamos Algiers Point ya estaba lloviendo, pero las gotas se quedaron en el río para dejarnos un paseo lleno de brisa húmeda por el borde del Mississippi hasta desembocar en la calle Decatur, donde está el famoso Café Du Monde y sus beignets, para luego cruzar a Jackson Square, la Catedral de Saint Louis y sentir que es ese, y no otro, el epicentro del famoso French Quarter.

Por eso se me hace difícil tratar de describir un lugar como New Orleans. Es más que una ciudad. Es un sitio en el que confluyen todos los colores, sonidos y sabores. Sería muy fácil describirla solo a través del jazz o la locura de su calle Bourbon, o del gumbo y las fachadas de sus casas. New Orleans es más que eso; es un cúmulo de emociones, es el corazón de quienes viven allí y la amabilidad flotando en el ambiente. Nada la describe totalmente y ella es todo al mismo tiempo, una historia que brota de las aceras.

Algiers Point es un distrito histórico que respira belleza

y sus casas parecen galerías de arte al aire libre

Escribo esto después de catorce días caminando la ciudad, sabiendo que aún me quedan varias noches más. New Orleans y yo tenemos un romance y cantamos todo el día. A veces me descubro paseando -por inercia- por una misma calle que nunca se ve igual. Un nuevo trompetista, un viajero improvisando con la mandolina, un niño haciendo percusión con envases de plástico, un poeta escribiendo quién sabe qué con su máquina en medio de la calle, un tambor, el saxofón desgarrando las notas, la tuba con su contundencia, un mago que me saca cartas de la oreja, una vidente que insiste en leerme la mano derecha, una voz que parece de mentira, el sabor del gumbo con un poco de picante, las ostras, la jambalaya, el po-boy de camarones, el café caliente con tres beignets, los aplausos en la esquina de Saint Peter y Royal, la muffulleta en Central Grosery y otra en Café Maspero, un violín afinado -afinadísimo- en la calle Frenchmen que guarda mejor jazz que en otras más famosas; un desfile por las Guerras de Galaxias, por alguien que ya murió, porque es viernes, otro porque es lunes; la brisa del río, la quietud del tranvía después de la medianoche, la niebla despejando el frío de la mañana, otra vez alguna trompeta, un good morning baby que retumba, el andar despacio de las bicicletas, dos jarras de cerveza brindando, una sala de jazz refinado en un hotel lujoso de la calle Bourbon ajeno a su locura, unos collares de colores, otro gumbo, una guitarra con cinco cuerdas; Decatur, Dauphine, Royal, los olores del French Market y sus sonidos, todas las terrazas, todos los balcones, todas las ventanas.

¿Cómo no verla? ¿Cómo no apreciar sus detalles? New Orleans tiene un ritmo propio que te hace caminar y hablar distinto, que se siente con el alma. Ninguna foto le hace honor, ninguna palabra la explica bien. Quizá no se trata de lo que ves -no lo sé- sino de lo que te hace sentir. Entonces, cuando comienzas a entender su pasado español, su elegancia francesa, su toque caribeño, se vuelve mucho más seductora aún y es por eso que quiere saber más, que no te quedas solo con los nombres conocidos y caminas Marigny, por esas calles que antes eran plantaciones, por las mismas calles que vieron nacer el jazz y te imaginas los duelos que se batían en 1800 por los nombres de alguna esquina, por una casa, por lo que se les ocurriera. Y quizá, si tienes suerte, de esa suerte viajera curiosa, pasas por la casa de Marie Laveau a quien llaman la reina del voodoo de New Orleans y entonces te distraes en esa danza de tambores, terminas en un museo de magia, de su magia y vas al cementerio de Saint Louis a ver su tumba, no sabes exactamente porqué, pero te ves ahí en medio de la desolación, buscando historia y susto.

Por eso es fácil perderse, no porque New Orleans sea difícil de entender, si no porque no se puede enfocar la mirada en una sola cosa. Vas de un lado a otro y si alguien te ve dudoso del camino a tomar, te pregunta si ya fuiste a tal parte, si ya probaste tal otra y te dicen cosas como que en la calle Orleans está el edificio donde William Faulkner escribió su primera novela y que hoy es una librería y no lo crees, porque has pasado por ahí antes, pero a veces uno no ve por andar mirando otras cosas; y decides volver y darte cuenta que sí, que ahí está, que abres la puerta y está guardado el aroma a libro viejo. O vas a la calle Magazine a pasear por sus antiguedades, o tomas el tranvía de Saint Charles, solo porque sí, para saber hasta dónde llega y sientes que te subes a otra época solo porque sus ventanas siempre están abiertas y su andar es un desorden de sonidos de otro tiempo.

El poeta escuchando música

Las fachadas en la calle Decatur

La alegría de la ciudad expresada en colores

El sonido en Jackson Square

y en la calle Royal (Second Hand Street Band, mis favoritos)

o al borde del Mississippi

El verde del parque Louis Amstrong

o el verde del Jardín de las Esculturas

Para luego volver siempre al French Quarter y el delirio de sus detalles

De tanto mirar, puede ser que llegue uno a donde no debe, pero New Orleans es tan generosa que la buena gente lo sabe y te dicen que te subas al carro, que guardes la cámara y te llevan a esa calle que ya conoces, la de los tranvías, para seguir hacia otros sitios. Hacia sus parques, por ejemplo, hacia su parte más verde y sorprenderte al saber que City Park es mucho más grande que el Central Park de Nueva York. Vas cuando llueve, vuelves cuando hay sol y paseas por el Jardín de las Esculturas, detrás del Museo de Arte de New Orleans, no solo porque es gratis sino porque es hermoso. O vas hacia el parque Louis Amstrong y te sientas frente al lago y entre sus esculturas, porque el día está bonito, porque puedes dormir una siesta bajo la sombra de sus árboles.

Y al final del día, bien vale la pena refugiarse en el sonido de alguna trompeta, en ese jazz que solo puede escucharse aquí y que inunda sus calles. Todo termina en una buena conversación, en una noche prolongada que sigue sonando aun cuando todo ya está callado. Si hay otra manera de conocer New Orleans, no la sé. Por lo pronto, esta es la mía.

PARÉNTESIS. Escribo esto desde el hostal Nola Jazz House en el que aún me quedaré por varios días más. Me falta todavía mucho por caminar en la ciudad, incluso alejarme de ella y ver su historia desde afuera. Eso estaré haciendo estos días, mientras sigo escuchando más música y enamorándome de ese acento del sur que es también una sola melodía.