Nueva York, sonidos y olores, y los negros con su alegría, estridentes sonrisas y bailes en las sombras de Manhattan que, como una metáfora de los contrastes sociales entre los ejecutivos de Wall Street y la miseria del Lower East Side, aplacan los cuarenta grados de un verano donde apenas existen las vacaciones. Localizaciones de cine y televisión convertidas en la más triste de las realidades cuando uno las visita y se da cuenta de que el cine solo existe en la pantalla y en nuestro imaginario colectivo, el mismo que nos hace prever antes de pisar el humeante asfalto que todos los taxis son amarillos y de la marca Ford. Coches que tiñen la ciudad monstruosa de color y permiten al ciudadano pasear con cuatro ruedas, porque cuando alguien se mueve a pie por Manhattan no se puede decir que pasea, puesto que pasear es un concepto imposible en la gran manzana. El neoyorkino anda, avanza, corre con los bolsillos vacíos y la tarjeta de crédito en la mano; apenas unos pocos billetes de un dólar con los que comprar un perrito caliente en uno de los miles de puestos callejeros que pueblan las avenidas de este a oeste, de arriba abajo, desde Central Park, con su milla de museos, hasta la Zona Cero, historia viva de la tragedia televisada como un reality show de la HBO. Y Brooklyn, con sus hipsters y sus tendencias, con parejas jóvenes que huyen del caos de la isla para vivir una vida tranquila más allá de las ocho horas de la jornada a tiempo completo. Pero son los guettos y los boroughs los que marcan al viajero, como el este de Harlem, al que llaman El Barrio, donde el español es la lengua oficial, oficiosa y real. Negritos y chicanos que actúan como colores primarios dentro del collage de un país que se formó con las tonalidades de todos y cada uno de los pueblos del mundo: Sicilia y China, India y el Caribe, Odessa y Polonia. Diez millones de habitantes, quizá muchos más, que pueden refrescarse un domingo de verano en la playa de Coney Island o en Brighton Beach, huyendo del calor del asfalto y del mal olor que deja la basura en la calle, del infierno del metro, destartalado, viejo, ruidoso, sucio y hoy en día poco peligroso, pero aún complejo en su sistema de estaciones locales y exprés. La policía y los bomberos, los millones de turistas que miran hacia arriba, siempre en vertical; todo eso y el Empire State como techo del mundo occidental desde donde contemplar el nacimiento de una nación que marca la pauta de una sociedad occidental sin seguridad social que deja cicatrices mal curadas en las curtidas pieles de aquellos que no tienen acceso a un seguro médico básico y que nos hace darnos cuenta que la vieja Europa, con sus contradicciones y su socialismo trasnochado, aunque no pueda dar lecciones de economía, sigue siendo un lugar seguro donde vivir. Nueva York, capital del mundo, ciudad de todos: te amo y te odio.