Si hay un orden animal interesante por antonomasia es el de los carnívoros. Motivo de mitos y atávicos recuerdos de predación, los miembros de este orden fueron nuestros peores enemigos en tiempos pretéritos, habiendo pasado algunos de sus miembros, hoy en día, a ser fieles amigos y compañeros. Y es que, como perro y gato, nunca mejor dicho, el orden de los mamíferos carnívoros se divide en dos subórdenes: “caniformia” (afines al perro) y “feliformia” (afines al gato). Dentro de los primeros, además de lobos, perros y zorros, se encuentran los osos, los mustélidos (comadrejas, hurones...) y las focas, mientras que dentro de los “feliformes” se encuentran los felinos, las hienas, y los vivérridos y mangostas. La presencia de felinos y cánidos en nuestra sociedad nos es recordada por nuestros perros y gatos, ¿pero qué sucede con los otros miembros del orden “Carnivora”, y muy especialmente, con los miembros más pequeños? Dejando a un lado a los mustélidos, quisiera centrarme en los parientes memores de los felinos, los vivérridos y mangostas.
Los restos de antiguas civilizaciones no se reducen nunca a un cúmulo de piedras. A las ruinas arquitectónicas siempre les acompañan otros restos: sean culturales o, como será en este caso, “zoológicos”. La presencia del dingo en Australia, o del puercoespín en los bosques de la Toscana italiana, se deben a la introducción por parte del hombre (por más que en la actualidad se hayan integrado perfectamente en el ecosistema, siendo parte indispensable para su actual equilibrio). Sin embargo, ¿existen casos similares en nuestra Península Ibérica?
Iberia ha sido cuna de grandes civilizaciones. Los mayores imperios de la historia humana han tenido a la actual España, bien como centro, bien como núcleo duro. Roma y el propio Imperio Hispánico tuvieron a la Bética (actual Andalucía) como gran vergel para el ocio y la horticultura, a la vez que supieron aprovechar el potencial agrícola, y ante todo minero, del resto de nuestra geografía. Dado el rendimiento de estas tierras, no es de extrañar que existieran regiones en España muy densamente pobladas. Con las gentes llegaron sus mascotas, y en ocasiones, otras especies que hicieron de polizones en las diferentes naves y navíos o que fueron introducidas con finalidades cinegéticas o de control de alimañas. Nuestro bosque mediterráneo, a la vez que acondicionador de la “cultura española” a lo largo de los siglos, también ha sido acondicionado, él mismo, por las gentes que han poblado sus aledaños. Dos grandes potencias extranjeras: Roma y el Islam, fueron quienes introdujeron varias de las especies animales y vegetales que hoy consideramos como “típicamente españolas”. El algarrobo en lo vegetal, o el faisán en lo animal no son ejemplos únicos, destacando, y no precisamente poco, la inserción de carnívoros foráneos en nuestros bosques.
Hallazgos en las cuevas de Nerja (Málaga) han dado luz a los investigadores sobre la inquietante presencia de meloncillos (Herpestes ichneumon), una especie de mangosta, en nuestros bosques. Según se deduce de estos restos, hallados en 1959 (y analizados recientemente por la Universidad de Upsala), el meloncillo fue introducido por los árabes como mascota (bien como diversión, bien como fiel controlador de las poblaciones de reptiles y roedores). Origen que vendría a ser el mismo que el de la jineta.
La jineta (Genetta genetta) se cree que fue importada por los romanos como mascota, habiendo sido documentada su presencia en las casas romanas con anterioridad a la llegada del gato doméstico, procedente éste del Antiguo Egipto. La jineta fue vista como un cazador infalible útil para el control de las poblaciones de conejo, a la sazón, muy abundantes antes de la llegada de la mixomatosis (hay quien llega a afirmar que el conejo es originario de Iberia y Baleares, significando, incluso, el nombre de Hispania: "tierra de conejos"). La abundancia del conejo en Baleares fue tal que fomentó una considerable introd ucción de jinetas, que han llegado a convertirse en una suerte de "subespecie", la jineta ibicenca, de menor tamaño debido a la insularidad.
Pese a no ser considerados como vivérridos ambos, la mangosta española, meloncillo, y la jineta son parientes cercanos, ambos del suborden feliformia. Al igual que sus parientes, las hienas, se trata de especies violentas, muy propensas a la agresión para con los suyos y el resto de las especie. Es proverbial la destreza de la mangosta en la lucha contra las serpientes, sean éstas cobras o culebras, habiendo llegado hasta nosotros mitos y leyendas respecto a ellas de lo más interesantes. Marcial, el célebre poeta de Calatayud (Bílbilis), llegó a hablar del valor de las entrañas de la mangosta para el tratamiento de las heridas de serpientes venenosas. Otros mitos en torno al animal, lo situaban como un terrorífico enemigo, no sólo de las serpientes, sino también de los cocodrilos. Se decía por los romanos que eran capaces de meterse dentro de los cocodrilos cuando estaban con la boca abierta, yendo rápido a sus entrañas, para comérselas y vencer así al animal. Obviamente, los mitos romanos, como respecto a otros muchos animales, son sumamente sensacionalistas y no debe hacerse especial caso de su veracidad.
Se mire por donde se mire, el hombre ha servido como “factor” para la Naturaleza muchas más veces de las que nosotros creemos. Jinetas y meloncillos vinieron a enriquecer nuestros ecosistemas sin que tuviéramos la conciencia de hacerlo. Participamos, no de una inteligencia superior, sino de un equilibrio, un medio, una existencia, que nos hace partícipes de su totalidad, en cada cual de nuestras acciones particulares...
1ª imagen: jinetas2ª imagen: mangosta