Desde que a mediados de marzo de 2020 se estableciera el confinamiento de la población española, como consecuencia de la pandemia del coronavirus, los profesionales de la información hemos estado llevando con puntualidad hasta los lectores, oyentes y espectadores la actualidad más inmediata. Si bien es cierto que muchas empresas periodísticas instituyeron el teletrabajo en sus medios, no todos sus trabajadores han podido tener acceso a él. Es el caso de los fotógrafos de prensa y los reporteros de televisión, quienes han debido permanecer en la primera línea desde entonces porque sus imágenes eran fundamentales para argumentar el relato. Tampoco todos los periodistas han podido realizar su tarea desde casa, ya que su presencia en determinados lugares, y por ende en las redacciones, era tan vital como necesaria. Al principio, incluso, sin las medidas profilácticas precisas.
El teletrabajo ha sido un elemento novedoso también para los medios de comunicación de este país, demostrando que, con el apoyo de la tecnología, se puede compatibilizar trabajo y salud. Sin embargo, esa posibilidad ha permitido que, como suele ocurrir casi siempre, la picaresca haya hecho su aparición y gente que suele realizar su labor, por ejemplo, en habitáculos individuales sin excesivo riesgo de contagio, haya estado avispada para solicitar hacerlo desde el salón de su casa. Y es que hay empresas, y sé de lo que hablo, donde el criterio para asignar este modelo de actividad laboral ha sido, cuando menos, cuestionable.
Llama la atención que en las sucesivas campañas de vacunación no se haya tenido en cuenta a los profesionales de la información que, día tras día, desde que se inició la pandemia, han estado jugándosela en la calle. Apenas algún colectivo, como el Colegio de Periodistas de Andalucía, solicitó a la Junta que estos fueran considerados personal de riesgo y que, por tanto, les inocularan las dosis. No se creyó conveniente y así se le comunicó a sus responsables. Por contraste, en un gesto solidario con el resto de la sociedad, desde la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) se ha instado a las autoridades sanitarias a que se vacune a los profesionales de la información cuando les corresponda, sin saltarse el orden establecido, como han hecho para escarnio general algunos políticos y otros representantes sociales.
En los momentos más duros de la COVID-19, las cámaras han estado en los puntos neurálgicos de la noticia, como los hospitales o las residencias de mayores. El papel desempeñado por quienes las portaban, y por los redactores que les han acompañado, ha sido de vital importancia para trasladar a la población lo que estaba ocurriendo. El periodismo, en la primera línea de combate, llevando hasta los hogares la actuación de quienes merecen todo nuestro reconocimiento y admiración, como verdaderos artífices a la hora de frenar la dura embestida de esta cruel enfermedad: los sanitarios. A pesar de eso, calificar a los periodistas y reporteros de trabajadores esenciales -pero, al parecer, sin riesgo elevado de contagio- apenas ha servido para dotarnos de un documento acreditativo con el que movernos con libertad y exhibirlo ante las fuerzas del orden en los peores días del confinamiento.
Pertenezco a un colectivo, el del periodismo, que no quiere prebendas ni ventajas, como ha ocurrido vergonzosamente en otras profesiones, pero considero que, si no de forma generalizada, sí sectorial y parcialmente algo se debería hacer con quienes más se exponen al peligro. Y pienso, por consiguiente, en mis compañeros gráficos. Resulta este hecho tan paradójico como lo ha sido desde tiempo inmemorial informar de los problemas de empleo de los demás desde un oficio que soporta una de las mayores cotas de precariedad laboral. Difícil de entender.