Los primeros casos de vampirismo detectados se produjeron a principios del siglo XVIII y quienes los investigaron fueron científicos del ámbito de la medicina: cirujanos, doctores, enfermeros, farmacéuticos y boticarios. Estas investigaciones servían no sólo para ahondar en el conocimiento del cuerpo sino también en la elaboración de teorías sobre el contagio, la comprensión del cerebro y los desajustes psicológicos del comportamiento humano. En 1721 se publica en Polonia un estudio de Historia Natural donde se incluye la primera referencia al vampiro moderno; basado en la existencia de pruebas materiales corroboradas por testigos. Las características esenciales son: cadáver fresco, tez escarlata, signos de canibalismo, asesinato por asfixia y muerto resucitado. En aquella época la marca del vampiro no eran las populares heridas punzantes provocadas por unos incisivos o unos colmillos afilados, sino los moratones del estrangulamiento.
Los vampiros están en todas partes, se convierten en una epidemia. Cuerpos de personas fallecidas poseídos por espíritus malignos que salen de sus tumbas pasada la medianoche y chupan la sangre de los vivos.; son invulnerables a toda agresión física excepto a la decapitación, la estaca y la cremación. Los vampiros se convierten en chivos expiatorios, se profanan tumbas, se desmiembran cuerpos incorruptos responsables de propagar el mal del vampirismo. La Iglesia Ortodoxa fomenta de manera activa la creencia en vampiros entre las gentes del pueblo, como una forma de fortalecer su fe. Para la teología católica de la época, que no negaba la posibilidad de que la conservación del cuerpo pudiera tener causas naturales, los vampiros eran un testimonio de la existencia de lo sobrenatural, fantasmas que regresaban a la vida para confesar sus pecados en la tierra con la finalidad de reducir su tiempo en el purgatorio; por lo tanto, había un componente moral en esas apariciones: exponían injusticias, anunciaban crímenes, y acusaban y castigaban a los malhechores. Siguiendo en parte la línea católica; los protestantes veían en los vampiros una prueba de la existencia de vida después de la muerte y de la inmortalidad del alma, pero consideraban que aplicarles a su naturaleza artimañas del diablo o de sus secuaces, tenía un evidente tufillo a superstición. Al mismo tiempo los principales filósofos de la Ilustración se enfrentaron al fenómeno del vampirismo buscando explicaciones basadas en leyes de la naturaleza. Sea como fuere, sin obviar las controversias, razón y fe trabajaron juntas contra la nueva amenaza del vampirismo.
En el siglo XIX los vampiros (motivo de discusión de teólogos y filósofos), seres con identidades plurales surgidos del folklore de Europa Oriental, se van a convertir en figuras populares, van a florecer gracias a la literatura. Dos obras pertenecientes al movimiento romántico británico sentarán las bases de la criatura y sellarán su destino hasta nuestros días: El Vampiro de Jhon William Polidori (la aparición de este relato llenó los teatros británicos de vampiros, adaptaciones bufas, farsas, pantomimas que carecían de profundidad); y Carmilla de Joseph Sheridan le Fenu, la femme fatale pálida, cadavérica, sensual; la vampiresa por antonomasia. Pero en ninguna obra alcanza el personaje del vampiro mayor grado de sofisticación y desarrollo que en la novela Drácula de Bram Stoker, a su influencia no escapa nadie, es total, tanto que no es exagerado decir que en la vampirología hay un antes y un después de la publicación de tan emblemático texto. Drácula es la culminación de 70 años de cuentos de vampiros. En el siglo siguiente el cine impulsará la imagen del vampiro hasta convertirlo en un mito universal.
La palabra vampiro, adoptada en el siglo XVIII para definir un fenómeno contemporáneo, estimuló el renacimiento de las artes oscuras y la demonología y fomentó la difusión popular de historias espectrales en un mundo moderno y racional. Escritores y lectores, cineastas y espectadores se sienten atraídos por los vampiros por la misma razón: presentan una experiencia incomprensible en la que el ser humano ni domina ni controla, y ofrecen la sublime visión de un universo más amplio, aunque resulte desconocido.