Nicolas Freeling: ¿Por qué suenan las cornetas? (4). Policías y detenidos
Publicado el 07 mayo 2013 por Francisco Ortiz
Cómo me espantan esos policías que acosan a los detenidos, que parecen saberlo todo, que piensan que el mundo es una mierda, todos sus habitantes unos infames, y que ellos, por pertenecer a un grupo cercano a la justicia, tienen derecho a mirar a todo el mundo de soslayo, como a presuntos. Ese nihilismo horrible, doloroso que ves en televisión -en cualquier serie de televisión, sobre todo las españolas: y jamás le piden luego perdón al presunto con el que se han equivocado- y que, exento de cualquier atisbo de humanidad, no es sino militarismo encubierto, exceso de celo, prepotencia, desconocimiento de verdades humanas profundas. No es de extrañar que a Freeling lo considerasen "el único autor del género que puede compararse a Simenon", claro que no: frente a los personajes de cartón piedra provenientes de la literatura negra estadounidense, con malos malísimos y buenos buenísimos (que, aunque cometan errores, como Harry el Sucio, lo hacen por el bien de todos: menuda monserga), debidos al empeño en la mímesis de muchos escritores que no quieren profundizar, que se limitan a contar siguiendo los dictados de la moda, las películas de acción y la sociología de salón, Nicolas Freeling no ofrece respuestas a todo, sino que inteligentemente plantea muchas preguntas y ofrece esbozos, caminos que pueden llevar a algunas respuestas que no existen sin la participación del lector (ay, aquello de lectores machos y hembras de Cortázar, y que no era una diferenciación de género): cuando el detenido porque ha asesinado a su esposa y a su hija y al amante de ambos se niega a colaborar durante el juicio, es Castang, el policía que lo detuvo, quien habla con él, quien le pide que se sincere, que le diga a qué se debe su actitud, quien le pide que sea coherente con su actitud de culpable declarado. Y la conversación es de las que emocionan, porque se percibe autenticidad, vemos a personajes llenos de vida, de vericuetos, de dudas, de insatisfacciones, hondamente humanos, tanto el policía como el asesino, y en esa grandeza narrativa Freeling señala un camino, se distancia de tantos otros y nos comunica una de sus verdades esenciales: el ser humano está solo, sus actos le definen, y en su búsqueda de la paz interior a veces comete gravísimos errores, como matar. Y se habla aquí de alienación, se habla aquí de seres humanos - y se podría hablar del mal visto y no del todo bien definido, de una crueldad que supongo que nace en el corazón humano y escapa a la comprensión humana, por lo que ciertos horrores sólo piden a veces que contestemos con más horror-, de heridos solitarios y de incomprendidos y de papeles sociales y de cómo, con tres crímenes a las espaldas, alguien es capaz de tener una conversación razonable y de hacerle caso a un policía que no acosa, que respeta, que sabe que la distancia entre el detenido y el policía no es tan abismal como parece, pues al fin y al cabo están en el mismo lugar, aunque, por supuesto, no en el mismo lado.