Es de Mao la famosa frase: “El mundo está convulsionado, ¡excelente situación!”. Debo confesar que, posiblemente por mi vocación revolucionaria, yo siento igual que Mao. Me gustan los tiempos convulsos porque claramente nos indican que la sociedad no está muerta, sino vivita y coleando.
Es de Chávez el famoso llamado a la “reunificación, repolarización y repolitización”, lanzado en octubre de 2010, señalando en aquella ocasión que: “La guerra de ahora no tiene rostro, el capitalismo neoliberal no tiene rostro”, e instó al pueblo a tener perfectamente claro a qué lado de la historia pertenecen las grandes mayorías, “al polo del pueblo, obrero, campesino, de la patria, de los que aman a Chávez”.
En definitiva, a eso se reduce todo. A saber exactamente de qué lado de la historia está uno. En el entendido, una y otra vez reconfirmado históricamente, de que solo hay dos polos, solo hay dos fuerzas y ambas son contradictorias. Es la clásica doctrina de la dialéctica hegeliana, concretada en el terreno de la realidad por el materialismo histórico marxiano.
No hay tres, ni cuatro, ni un millón de posiciones ideológicas, solo hay dos. La ideología del pueblo, de la masa, del proletariado. Y la ideología de la élite, de los privilegiados. La ideología del pobre, del asalariado, del que tiene que trabajar para vivir. Y la ideología del rico, del afortunado, del que no tiene que trabajar para vivir.
No se trata de radicalismo, ni de negación de la diversidad de criterios, ni de falsa contradicción trasnochada, ni mucho menos de simplismo mental. No. Se trata de una fuerza de la Naturaleza, de una realidad incontrovertible, de cómo funciona el Universo. Por eso, al final, disfrácese como se quiera, ocúltese como se desee, siempre todo se reduce a esa clásica lucha de clases marxiana.
Con Marx ocurre como con Einstein o Darwin. No por oponerse férreamente a la bomba atómica la Naturaleza de la materia y la energía va a dejar de cumplir sus leyes inexorables. Se podrá atacar a Einstein, pero la energía nuclear es la energía nuclear. No por oponerse al darwinismo, la Naturaleza de la vida va a dejar de cumplir la inexorable Ley de la Evolución de las Especies por Selección Natural. No se trata del deseo o anhelo del ser humano, sino de la cruda realidad de los hechos.
Desde que Chávez advino al poder en 1998, pero con más intensidad durante el gobierno de Maduro, se escucha de parte de diversas voces, tanto de la oposición como del chavismo, que no hay que dividir, que hay que conciliar las posiciones encontradas, que Chávez dividió a los venezolanos cuando dijo eso de que “ser rico es malo” y cuando etiquetó a un sector de la población con el calificativo de “escuálidos”. Recientemente escuché a Oscar Schemmel, entrevistado por José Vicente Rangel, decir que la inmensa mayoría del pueblo venezolano manifiesta en las encuestas que quiere un modelo conciliatorio de sociedad, una sociedad con pueblo trabajador y con élites. Así lo dijo textualmente. Que la gente está de acuerdo en su inmensa mayoría con que existan las élites (por definición, los privilegiados).
La postura de Schemmel es aparentemente razonable, básicamente plantea que la economía debe ser privada, pero regulada con firmeza por el Estado, y que el Estado debe encargarse de mantener el modelo de inclusión social, es decir, redistribuir la riqueza entre los pobres a través de los programas sociales. Sin embargo, preciso es señalar que Schemmel no es para nada original en esto. Lo que plantea es simplemente el clásico Estado de Bienestar Capitalista. El capitalismo con rostro humano, tantas veces condenado por Chávez.
¿Estaba Chávez equivocado en esa postura? ¿Puede en realidad el capitalismo, la economía de acumulación privada de la riqueza, conducir a la máxima felicidad social?
Schemmel también opina que el principal obstáculo para que el gobierno resuelva los problemas y salga victorioso del atolladero actual, es que el gobierno chavista sea pragmático y supere las posiciones dogmáticas de algunos de sus personeros. Que hay que superar los radicalismos, los extremismos ideológicos y dedicarse a resolver los problemas materiales de la gente, el desabastecimiento, la inflación, la inseguridad. En esto Schemmel se suma a las posturas asumidas, por ejemplo, por Víctor Álvarez y otros economistas.
¿Estaba Chávez equivocado cuando tantas veces nos alertó acerca del fundamentalismo del mercado? ¿Puede entonces lograrse la superación de los problemas económicos, que todo el mundo tenga un estado de bienestar, si se deja de lado esa postura dogmática y se asume que el mercado sí puede darle la felicidad al pueblo?
¿Pero en dónde está el dogmatismo entonces? ¿En los que propugnan el fundamentalismo del mercado, o en quienes se oponen a ello?
¿Se fijan? Al final, todo se reduce a dos. Dos posiciones, dos criterios, dos posibilidades, dos polos opuestos, enfrentados permanentemente el uno al otro. Es la lógica de la masa vs. la lógica de la élite. La élite promete siempre a la masa que no tiene por qué preocuparse, porque van a tener sus necesidades materiales bien satisfechas; pero todos constatamos, una y otra vez, que la élite nunca cumple esa promesa. Y la razón de ello es muy sencilla: el capitalismo, el sistema de mercado, de intercambio de valor, de acumulación privada de la riqueza material de la sociedad, no puede hacerlo, es imposible que pueda hacerlo. No para todo el mundo, no para toda la gente, no para todo el pueblo.
Algunos dirán en este punto, que sí puede hacerlo para todo el mundo al menos en lo más básico: alimentos y medicamentos. La pregunta entonces es: ¿Todo el pueblo norteamericano come bien y goza de buena salud? ¿Hasta el último habitante de Alemania come bien y goza de buena salud? ¿Francia? ¿Japón? ¿Suiza? ¿Noruega? ¿Qué país puede ufanarse de no tener pobres? Si alguno pudiera finalmente mencionarse como ejemplo, entonces hay que preguntarse: ¿Y si ese país no tiene pobres, por qué entonces otros sí los tienen? ¿Por qué si la lógica de las élites tiene tantos siglos funcionando, existen tantos pobres en el mundo? ¿Qué pasa con África? ¿Qué pasa con América Latina? ¿Grecia? ¿España? ¿Argentina? ¿Brasil? China es la mayor economía del mundo, ¿no hay pobres en China? India es la economía emergente más pujante del mundo, ¿no hay pobres en la India?
En Estados Unidos, un país donde la pobreza no deja de crecer año tras año, o la misma Alemania, la locomotora de Europa, donde el 20% de la población es pobre, funciona una economía privada con un Estado regulador fuerte y un modelo de programas sociales redistributivos, exactamente el estado de bienestar propugnado y abiertamente defendido por Schemmel, Víctor Álvarez y también por altos funcionarios del gobierno del Presidente Maduro (y también lo sostuvieron y defendieron altos funcionarios del gobierno del Presidente Chávez).
Los más connotados premios Nobel de economía se devanan los sesos para tratar de explicar por qué a pesar del cambio tecnológico y el evidente progreso material de la humanidad, alcanzado bajo el sistema capitalista de acumulación privada de la riqueza, la desigualdad económica es cada vez mayor. ¿Por qué cada vez la humanidad tiene más riqueza, pero simultáneamente la gente es cada vez más pobre o la cantidad de gente pobre no cesa de crecer? La teoría del goteo hacia abajo, que postula que el bienestar de las élites se derramará hacia abajo en la pirámide poblacional, no termina de cumplirse. A pesar de la fortaleza regulatoria de los estados de bienestar más consolidados del mundo (ese estado regulador fuerte que Schemmel defiende con tanta convicción), como los países del norte de Europa, o los modelos de bienestar social de países mediterráneos como Francia, Italia y España, la desigualdad económica y la pobreza no solo no logran erradicarse definitivamente, sino que no dejan de aumentar y aumentar.
¿Qué pasa entonces? ¿Qué es lo que sigue oliendo mal en Dinamarca?
No pretenderé yo tener la respuesta definitiva a esa pregunta. Sin embargo, estoy convencido de que el problema está en que el sistema de mercado, la economía de intercambio de valor, es un juego de suma cero, que la riqueza material es finita porque los recursos del planeta Tierra en términos de materia y energía, son finitos, no ilimitados, y esa es la causa, en última instancia, de la desigualdad económica.
Por lo tanto, cuando Chávez, y antes que él Cristo, propugnó la solidaridad, el trabajo voluntario, el trabajo colectivo y el desprenderse de la riqueza propia para repartirla entre los pobres, no estaba desvariando.
Ninguno de los que estamos convencidos de las deficiencias del sistema capitalista y su consustancial exclusión de las mayorías poblacionales del bienestar material, tenemos claro cómo puede construirse y hacerse viable una vía alternativa que permita superar esas deficiencias y alcanzar la igualdad económica sustantiva y el reparto equitativo del bienestar entre toda la humanidad. Pero lo que sí tenemos absolutamente claro es que no será a través del capitalismo con rostro humano, del reformismo, del pretendido estado de bienestar burgués, que solo muestra una ilusión de prosperidad de cara a la galería, ocultando con vergüenza debajo de la alfombra sus “daños colaterales”, es decir, la inmensa masa poblacional excluida y marginada.
¡O inventamos o erramos! Y llegamos así entonces a la gran pregunta que alimenta las tertulias de algunos intelectuales de izquierda, algunos de ellos ciertamente de gran calidad revolucionaria: ¿Es Nicolás Maduro un reformista que le entregó la Revolución bolivariana al imperio?
Desde hace ya bastante tiempo venimos presenciando ese debate, sazonado además por toda clase de imputaciones en contra de Maduro. Que si Maduro vendió el proceso. Que si Maduro les da los dólares a las transnacionales. Que si Maduro vendió el Arco Minero. Que si el desfalco a la nación es culpa de Maduro. Que si Maduro impide la pluralidad política de los partidos minoritarios. Que si Maduro lo que hace es pagar deuda externa en lugar de declararse en default. Que si Maduro mantiene el control de cambio solo para enriquecer a una paca de corruptos. Que si Maduro no radicaliza el proceso. Que si Maduro esto y Maduro lo otro. Así cantan al unísono los detractores del actual comandante de la Revolución bolivariana, algunos de los cuales en su momento no le dijeron lo mismo a Chávez, a pesar incluso de haber estado muy cerca de él. Lamentablemente –porque me consta que muchos son auténticos revolucionarios– cantan cual comparsa asíncrona, junto a la canalla escuálida y mediática que en el pasado cantaron de todo en contra del prócer invicto de la Revolución bolivariana.
¿Lo hacen de mala fe? ¿Lo hacen por convicción? ¿Lo hacen porque les consta? No lo sé y sinceramente dudo mucho que sea porque tengan alguna agenda oculta. Al respecto insisto en que esas posiciones han sido adoptadas lamentablemente por camaradas de gran calidad revolucionaria. Lo único que sí sé es que están equivocados, conclusión a la que he llegado tras un prolongado proceso de observación de nuestra realidad y análisis de los acontecimientos, que me inclina a concluir –siguiendo el principio anglosajón de la “duda razonable”– que no hay evidencia objetiva suficiente para imputarle al camarada Nicolás Maduro la condición de reformista que ha pactado con las élites para entregar la Revolución al imperio, es decir, a los intereses del gran capital.
Y paso a exponer por qué hago esa tajante afirmación.