Nietzsche y los ideales ascéticos: ¿la vida contra la vida misma? (I)

Por Zegmed

En las líneas que siguen me interesa dedicarme a estudiar de modo muy breve algunos de los elementos centrales del Tercer Tratado de la Genealogía de la Moral de F. Nietzsche. Todos los que han leído este libro saben de la prosa poderosa que contiene, de la fuerza de sus imágenes, de la belleza de los giros, de sus comparaciones creativas y sugerentes. Eso de suyo ya hace de esta obra un texto digno de lectura. Junto a eso, mi intención es ofrecer una aproximación a este tratado, que considero el más interesante de los tres que el libro contiene, que permita que el lector se confronte con algunas de las tesis más importantes de Nietzsche en contra de la metafísica y, por extensión, de la religión. Siendo este blog un espacio que tiene como principal tema esta última, conviene escuchar a una de las voces más críticas que la historia de Occidente ha conocido para con ella. Anticipo que mi deseo es reapropiarme de la crítica nietzscheana no en un sentido destructivo, sino en uno que permita revitalizar el ámbito de las creencias religiosas, algo que ya he hecho en este mismo espacio y que va muy en el tono de la bibliografía contemporánea sobre el tema.

El primer elemento que salta a la vista en este tercer tratado se presenta al inicio del mismo con una sentencia del propio Nietzsche que debería concentrar la atención del lector por su carácter sugerente. En el §8 del Prólogo a la GM, Nietzsche plantea la cuestión en estos términos: “En el tratado tercero de este libro he ofrecido una muestra de lo que yo denomino «interpretación» en un caso semejante: —este tratado va precedido de un aforismo, y el tratado mismo es un comentario de él” (GM, 31). Inmediatamente después añade que esto implica practicar “la lectura como arte”. Tendremos en cuenta estas pistas para ver el entramado de este tercer tratado y los supuestos generales del texto.

La pregunta con la que abre Nietzsche el texto es frontal: ¿qué son los ideales ascéticos? Esta pregunta ha tenido muchas respuestas en la historia, pero todas expresan una realidad fundamental de la voluntad humana, “su horror vacui [horror al vacío]: esa voluntad necesita una meta —y prefiere querer la nada a no querer— […]” (GM, 128). Esta cuestión abre a la vez dos temas fundamentales que podemos ir anunciando ya y que ampliaremos en la medida en que avancemos. Por un lado está la cuestión del deseo de la nada, el querer la nada. Como sabemos por obras como Así habló Zaratustra, y en general por toda la obra previa, Nietzsche es un fiel defensor de la idea de que la opción por la metafísica y por toda exterioridad que funda la vida del sujeto es una opción por la nada en la medida en que optamos por una fábula, una ficción para evadir la realidad[1]. Pero a la vez, esta misma cita nos propone otro elemento complejo para el estudio de este tratado y de su obra: que la postulación de esa exterioridad enajenante es algo inherente a la voluntad humana, es también natural. ¿No supone esto una contradicción? El análisis de estas dos cuestiones al parecer antagónicas es lo que nos ocupará en adelante.

Es interesante ver que uno de los primeros grupos que Nietzsche analiza es el de los artistas, que aquí son víctimas de un juicio severo por parte de nuestro autor. Se les plantea allí (§5, 133) como  meros aduladores del poder de turno, ayudas de cámara de alguna moral. Como sabemos Nietzsche tiene una valoración doble del arte. Por un lado, esta aquella que es muy severa y que ve en el arte y los artistas la mano derecha de la metafísica y la moral (un buen examen de esto se encuentra en El nacimiento de la tragedia, aunque no en todo el texto sino en la parte final con la aparición de los mensajes morales). Existe, sin embargo,  otra mirada del arte, una más profunda y transversal que será aquella que él vindicará, una mirada estética de la realidad. Volveremos sobre esto hacia el final de este texto. Por ahora baste decir que el primer tipo de arte que mencionamos es el que repugna a Nietzsche y que en Kant y su estética de lo bello como lo que agrada desinteresadamente tiene una figura representativa. Así, Nietzsche traslada la cuestión de los artistas a los filósofos: ¿qué significa que estos últimos rindan pleitesía a los ideales ascéticos?: pues que quieren escapar a una tortura, de la contingencia de la realidad, diríamos (§6, 137). En el fondo se trata de una cuestión clara para Nietzsche: “el filósofo sonríe a un optimum de condiciones de la más alta y osada espiritualidad, —con ello no niega «la existencia», antes bien, en ello afirma su existencia y sólo su existencia, y esto acaso hasta el punto de no andarle lejos este deseo criminal: pereat mundus, fiat philosophia, fiat philosophus, fiam!…[perezca el mundo, hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo]” (§7, 140). Como vemos, esto parece compartir la estructura general de lo que Nietzsche comprende por el despliegue de la voluntad de poder, pero para el caso de un ideal que es su radical opuesto. ¿Cómo entender esto?


[1] Aquí podríamos pensar, claro, en Feuerbach y Marx y la idea de enajenación. En buena cuenta referimos a un proceso en que nos volvemos extraños a nosotros mismos por poner el sentido de nuestra existencia en la búsqueda de esa exterioridad que lo constituye (cf. GM, Tratado I, §1). También en la reflexión de Arendt respecto de ese deseo de los filósofos de crear ficciones metafísicas para evadir la contingencia de la realidad (cf., si no me falla la memoria, La vida del espíritu).