Me cuenta el diccionario inglés-español que “night crawler” significa lombriz. Uno de esos anélidos viscosos que vagan bajo tierra, ciegos y, puntualmente, sirven de cebo para pescar truchas.
Para mí, Nightcrawler era un tipo azul, con acento alemán, rabo (no me seáis malpensados) con punta de flecha, poder de teletransportación y sentido del humor peculiar, miembro de los X-Men, para más señas. Los que aún llamábamos a los X-Men, Patrulla X, lo conocíamos como Rondador Nocturno.
Hoy, el palabro anglosajón adquiere un nuevo significado. Dícese de los reporteros freelance que acechan en la noche, atentos a la frecuencia de la policía, ávidos de imágenes impactantes, sangrientas y de dudosa moral que luego venderán al mejor postor a las cadenas de noticias.
En el primer largometraje de Dan Gilroy, escritor de “The fall. El sueño de Alexandria”, “El legado de Bourne” o esa peli ochentera en la que sale Su Majestad Satánica Sir Mick Jagger llamada “Freejack: Sin identidad”… empiezo otra vez la frase que me ha quedado larga y luego os perdéis. Decía que en la primera peli de Dan Gilroy, al Nightcrawler (tercera acepción del post) le pone careto desquiciado y psicótico un enorme Jake Gyllenhaal que acapara la trama y compone un personaje capaz de poner muy, pero que muy nervioso.
Louis Bloom, este cabronazo hecho a sí mismo que devora manuales de emprendedores por Internet, capaz de pisar a quien haga falta por triunfar y dueño de una mirada fría y casi inhumana, deja muy clara su esencia en una sola frase: “¿Qué tal si lo que pasa no es que no entienda a la gente, sino que la gente no me gusta?”.
Y a fe que no está en absoluto interesado por sus congéneres, que manipula en todo momento en su propio beneficio, no dudando en golpear, chantajear, engañar o adular, según venga el caso, sin ningún tipo de reparo moral.
Así que, en su búsqueda por encontrar su profesión ideal, aunque podría haber sido ministro de hacienda o presidente de la patronal, se decanta por sumarse a esta especie de buitres con cámara al hombro que buscan el primer plano de una garganta degollada mientras se desangra, al tiempo que tratan de encontrar un encuadre artístico.
El guión de Gilroy bucea en la psique de este nihilista para plantarnos un escupitajo en el centro de nuestra ética y lo hace a las mil maravillas. La noche, las sirenas y el interior de los servicios informativos de las cadenas se transforman en una fría jungla despojada de toda humanidad, donde lo único que importa es llevarse la siguiente cabecera matinal, en una historia que no deja de apretar la tuerca de nuestra conciencia, hasta que duele.
Y aunque nos parezca que este grandísimo hijo de puta tan bien interpretado en cada gesto, en cada media sonrisa, en cada cuidadísima frase, por Gyllenhall, está apartado de la sociedad en la que vive, a medida que avanza la película nos vamos dando cuenta de que los que le rodean tampoco le van a la zaga. Quizás oculten sus verdaderas intenciones bajo una capa de buenas maneras e hipocresía y pongan el listón que no deben rebasar algo más abajo, pero no son, precisamente, unas hermanitas de la caridad.
Y, de entre todo este plantel de secundarios que acompañan al colega Jake, es una gozada volver a ver en las pantallas a Rene Russo, nada menos que la madre del Dios del Trueno y la agente de policía que enamoró, a base de cicatrices, al mismísimo Martin Riggs, que envejece como las grandes damas de la pantalla, con presencia, con carisma, con señorío, con aplomo, con personalidad. Bien alejada de los cánones de la industria, que pretende convertir a toda actriz en una muñeca embalsamada.