No comer por no cagar

Publicado el 16 diciembre 2017 por Carlosgu82

En un frío día de invierno, a media mañana, de hace ya unos cuantos años (las bolsas de plástico eran todavía gratuitas), me encontraba yo guardando turno en la cola de caja de un súper «Eroski» -ya desaparecido- de una población de la provincia de Guadalajara.
Delante de mí se encontraba una señorona de mediana edad, alta, delgada, de moño apretado, sobremaquillada, muy emperifollada y envuelta en un horroroso abrigo de pellejos y maloliente a naftalina -desconozco si eran naturales-.
Acabada de sacar su cuenta, la cajera le cantó el importe a pagar señalando a la pantalla del visor de caja:

– ‘26,53 euros, por favor’-, pidió amable la cajera.

Rebuscando en un pequeño y cutre monedero, -no acorde con el bolso, abrigo y zapatos que vestía-, la señorona saco 30 euros arrugados. La cajera con los tres billetes de 10 euros en la mano, le hizo una pregunta sin malicia y muy habitual, que creo que a todos los que hacemos la compra nos han hecho alguna vez:

– ‘¿Tiene usted los tres céntimos sueltos?’-, preguntó inocente la cajera sin saber la que le venia encima.

– ‘¡Hija mía!, ¿me vas a cobrar los tres céntimos?, pareces catalana’-, escupió altisonante la señorona por su boca de un carmín rojo bermellón y mal perfilado a la pobre chiquilla, dándose la vuelta y mirándome a mí y otras tres o cuatro personas más que guardábamos la misma fila, estupefactos, imagino que buscando nuestra aprobación a tamaña gilipollez.
Me costó algunos segundos digerir la vergüenza ajena y mirándole a sus ojos desdibujados, contesté a la señorona:

‘Disculpe, señora, pero tengo un primo que tiene una tienda en Burgos y también cobra los céntimos y un amigo con un bar en Albacete que también lo hace y estas poblaciones, si la geografía no la tengo muy oxidada, no pertenecen a Cataluña. Además, entienda que esta muchacha maneja dinero que no es de ella y al final de su jornada laboral debe de cuadrar un arqueo y no tiene por que faltarle ni un céntimo, que a lo peor le restan de su ya por sí, exiguo salario.  Como a la mujer del César se le presume de señora, pero no basta con serlo, además, hay que parecerlo y no dudo de que usted lo sea, pero con esa actitud, desde luego no lo parece. Y para corregir esto lo que puede hacer, viendo el desprecio que le da usted a esos pocos céntimos, es que los que restan se los deje usted de propina y por respeto, a una persona que esta trabajando’.

La señorona no rechistó, cogió todo su cambio -céntimos incluidos-, lo metió con prisa en el triste monedero y éste a su vez, en el bolso serigrafiado con ‘D&G’ colgado al hombro, se bajó a modo de visera desde el macizo moño, unas enormes gafas de sol moradas encima de unos ojos que supuraban ira, cogió sus dos bolsas de la compra, una de cada mano y salió por las puertas automáticas, altiva, con movimiento contoneante de caderas y sacando cuello, levantando mucho la barbilla.

Mientras, en la caja, yo abonaba mi compra, recibí el agradecimiento de la cajera, todo entre risas y mucho cachondeo entre todos los testigos de una situación tan incómoda como grotesca, generada por quien se debe creer por encima de alguien o por el simple hecho de aparentar o hacerse notar.

Entiendo que muchas veces el que tiene dinero es por no gastar, por miserable, o como decía mi yaya -que era muy sabia ella- “Esa no come por no cagar”, ¡qué desperdicio!.