Hasta ahora sabíamos con certeza que las cuentas que Bankia presentó podían ser cualquier cosa menos reales. Eso hizo que la cotización del monstruo con pies de barro se desplomara en cuanto se descubrió el engaño y que miles de accionistas y de tenedores de participaciones preferentes perdieran gran parte el dinero invertido. Contar el calvario que les está suponiendo recuperar una parte del mismo nos llevaría demasiado tiempo y espacio; baste con decir que no se lo han puesto fácil ni el Gobierno ni la propia entidad, hasta el punto de que en ocasiones han querido presentarlos más como fastidiosos pedigüeños que como ciudadanos lisa y llanamente estafados que reclaman ser resarcidos.
Aquella monumental estafa le ha costado a los españoles 21.000 millones de euros de dinero público de los que es improbable que volvamos a ver uno sólo y todo porque Bankia era tan importante y tan "sistémico" que hubiera sido un error dejarlo caer. Siempre tuve mis dudas y las mantengo: indemnizar a los accionistas y preferentistas y cerrar el chiringuito puede que hubiera tenido menos costes para el erario público a medio y largo plazo que mantenerlo en pie. Pero, por lo que se va sabiendo, los intereses políticos que campaban por sus respetos detrás de la fachada de un banco podrido hasta los cimientos eran demasiado fuertes como para actuar con contundencia y rigor. La Comisión Nacional del Mercado de Valores se hizo la sueca con las cuentas de la entidad y abrió la puerta a la estafa bancaria del siglo en este país.
No se quedó atrás el Banco de España, pomposamente conocido como el "supervisor", que no supervisó absolutamente nada y que permitió sin mover un dedo que Rodrigo Rato bebiera champán y tocara la campanilla del Ibex 35 cuando el engendro que presidía empezó a cotizar cargado hasta el cuello de activos tóxicos. Una nueva prueba, por si faltaba alguna, de que el Banco de España y su gobernador Miguel Ángel Fernández Ordóñez hicieron clara dejación de sus responsabilidades como supervisor del sistema financiero la acabamos de conocer hace pocos días. Unos meses antes de que Bankia empezara a cotizar, el servicio de Inspección del Banco de España advirtió de que el grupo financiero no era viable a medio plazo, con lo que su salida a bolsa sería la mejor manera de que sus perdidas las termináramos pagando todos los españoles.
Esa opinión profesional cualificada fue sencillamente ignorada por la cúpula del Banco de España que permaneció impasible el ademán mientras se consumaba el gran robo de cuello blanco. Puede que la aureola de Rodrigo Rato y su reciente paso por el Fondo Monetario Internacional intimidara tanto a Fernández Ordóñez que no se atrevió a poner ni una pega a que aquel juguete roto se llevara por delante los ahorros de decenas de miles de pequeños inversores y arramblara con 21.000 millones de euros de todos los españoles. Puede que el gobernador creyera, como creía todo el Gobierno de Rodríguez Zapatero, que la opinión de un simple inspector del Banco de España no podía cuestionar la tan alabada solvencia y solidez del sistema financiero español.
Sea cual fuere la razón, me temo que nos vamos a quedar sin conocerla aunque a Fernández Ordóñez se le ocurra escribir otro libro autojustificativo. El juez Andreu que instruye la causa por la salida a bolsa de Bankia tampoco considera pertinente hacer caso de las opiniones del inspector y no las incluirá en el sumario a pesar de su relevancia. Así pues, nadie en el superfluo e inútil Banco de España tendrá que dar explicaciones por lo que a primera vista tiene todo el aspecto de una culpa in vigilando que ha sangrado el bolsillo de los españoles y ha arruinado a miles de humildes ahorradores. Y todo esto ocurre, además, mientras en esa misma Audiencia Nacional se dirime estos días el caso de las tarjetas opacas de las que se beneficiaron a cuerpo de rey, entre otros muchos, el propio Rodrigo Rato, seguramente convencido de que haber estafado a todo un país merecía, cuando menos, barra libre en la caja fuerte de Bankia.