No digas nada

Publicado el 10 mayo 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Lo mejor que puedes hacer es no decir nada. Seguir callado. Mirar hacia otro lado. Ir a lo tuyo.

En serio. No digas ni pío. Cierra el pico. Olvídalo. Como mucho, comparte alguna petición de Change.org que esté cogiendo fuerza para que nadie pueda saltarte al cuello por insolidario o antisistema.

Ni se te ocurra criticar al gobierno por internet. Ni a la iglesia. Si eres aficionado al humor negro, cuídate de decir nada de ETA, o de las víctimas o de la gracia que te hace el estado de derecho. No cites las palabras cáncer, ni sida, ni polla, ni violencia de género, ni nada que pueda ponerte en un compromiso virtual.

Un edil barbudo de Ahora Madrid que cuentan que la lió con unos tuits.

Si haces un llamamiento a la violencia en público, directamente eres subnormal. Si no eres Federico Jiménez Losantos, o un miembro de su camarilla, te van a empapelar hasta el tuétano. Te van a joder bien jodido; te van a destruir aprovechando todas y cada una de las instituciones de las que puedan echar mano, como pretenden hacer con Rita Maestre, como hicieron con el edil del apellido revolucionario, quien primero se revolvió, y después encajó el golpe y pidió disculpas (para seguir en pie).

Y no temas: si no te conocen ni en tu casa, también te encontrarán. Cárcel para quien se mofe de Carrero Blanco cuarenta años después; cárcel por enaltecimiento al terrorismo; cárcel por comentarios machistas; cárcel, cárcel, cárcel. Ojo con Twitter, que es la casilla del “vaya directamente al trullo” de nuestro Monopoly particular.

Un señor graciosete y sin maldad (vídeo) que parece ser que es periodista.

Sobre todo no te equivoques. Si te suena algo de lo anterior, seas un descerebrado y realmente te merezcas un castigo por enaltecimiento al terrorismo (aunque no hayas visto un arma de fuego en tu puta vida) o seas el gracioso de turno y estés llorando nervioso mientras te repites, una y otra vez, por qué no te metiste por el ojete ese chiste sobre Irene Villa antes de que te metan otra cosa, te daré un consejo tardío: la ley no está de tu parte; porque no hay ley, solo restos.

Pero voy a concederte algo. ¿Dónde ponemos el límite? ¿Metemos en la cárcel al tontolculo del niño que está en la edad del pavo? ¿Al grupo de payasos que se ríen de cualquier desgracia ajena y tanto les da el bar que la red? ¿Metemos en la cárcel a cualquiera políticamente incorrecto? ¿A ese actor cuarentón que se encendía tanto por todo que se ha quemado, por igual, con la monarquía, la política y el Franquismo? ¿Y a aquellos de ni patrias ni banderas? ¿A los independentistas que sueltan alguna burrada acostumbrados a que nadie les escuche y tanto se presuponga?

En realidad, esa pregunta es una idiotez. Todas ellas. Podemos poner el límite donde creamos que corresponde: acertemos o nos equivoquemos. Pero ese marco debe servir para juzgar a quienes piensan que la violencia es una respuesta adecuada tanto como a aquellos que defienden el terrorismo de estado, el statu quo: a los curas pederastas, a los periodistas de amarillo desteñido, a los policías que abusan de su autoridad, a los políticos corruptos, a los maltratadores…

Eso es lo que te han dicho.

Eso es lo que tú crees.

Al final, resulta que naciste ayer. 

Sigues sin ver que, a un lado, cientos y cientos de idiotas son condenados por cuatro palabras sin fundamento que colgaron en Twitter, en Facebook, o donde sea. Al otro lado, en cambio, no ocurre nada; puede criticarse, insultarse, y amenazarse, porque tienen la sartén por el mango, porque se conocen y se respaldan; porque roban juntos a manos llenas, y se pasan sobres, y nos arrebatan la memoria histórica; porque se indultan entre sí, no nos escuchan, no nos toman en consideración y, lo más importante de todo, controlan la justicia.

Tú sé inteligente: no digas nada. ¿Por qué arriesgarse? ¿Para qué dejar el ordenador y salir a la calle? La Ley te lo prohíbe. Recuerda. Sé inteligente. Cállate. Asiente. Haz otra cosa. Mira hacia otro lado. No hagas nada. No te metas en líos.

Pero ya que eres tan bueno o buena, te contaré algo. El problema real no está ni a un lado ni a otro: está en el centro, en toda esa gente que el estado cree que puede silenciar, ya no solo en la calle con estúpidas mordazas legislativas, sino también en su casa mediante amenazas.

Parecen haber olvidado que, en ese punto, justo en ese punto, es cuando las palabras se transforman en susurros y, lo que todavía es más peligroso, cuando esas mismas amenazas se vuelven armas mucho más reales.