Me encanta ir a librerías de segunda mano. Es como una obsesión. Me paso horas y horas descubriendo viejos tesoros. Eso sí, pocas son las veces en las que me acompañan nuevos inquilinos a casa. Y es que precisamente la palabra clave de esta entrada es viejo. Por alguna razón que desconozco me llaman poderosamente la atención las ediciones antiguas y ya muy usadas, pero nunca para ingresar en el selecto grupo de mis estanterías. En ellas se les piden unos requisitos básicos, y el principal es la buena apariencia, tanto exterior como interior. Nada de hojas amarillentas ni cubiertas ajadas. Pero la discriminación va mucho más allá, llegando a niveles alarmantes: ni siquiera los libros que llevan años y años junto a mi familia son capaces de superar esta criba. Un ejemplo de ello es Cien años de soledad, que podéis ver ahí en la imagen. Soy consciente continuamente de su presencia, pero sólo me tienta su lectura cuando lo veo en una librería con una edición moderna y nueva. Sé con total seguridad que no lo leeré hasta el día en el que me haga con él, algo que me parece una perdida de dinero teniendo en cuenta que ya lo poseo. Creo que ésta es mi peor manía en cuanto a libros se refiere. ¿Os pasa también a vosotros o es una rareza mía?
Ya sólo me falta decir: Lo siento, Cien años de soledad, pero has envejecido sin yo darme cuenta, sin ser mi mano la causante de tu desgaste. Llevas toda la vida viviendo conmigo pero eres un desconocido. Cuando me sumerja en la historia que encierras será de la mano de un nuevo ejemplar, uno que pueda considerar mío y con el que me sienta a gusto. De todas formas, no te olvides que él nunca llegará a fascinarme de la misma forma que tú. De verdad. No es culpa tuya, soy yo.