Estoy convencido de la existencia de la suerte. ¿Cómo no iba a ser así? He nacido en un país del “primer mundo”, en el seno de una familia “normal” que me ha proporcionado todo lo necesario para crecer y desarrollarme como persona. No nací con defectos congénitos ni padezco enfermedades raras. Tampoco me he visto implicado en catástrofes naturales ni terribles accidentes. Todo eso es suerte, muy buena suerte.
Pero al margen del azar que define las circunstancias que te rodean, también estoy convencido de que no hay más “suerte”. Hay personas que hacen lo que hay que hacer y personas que hacen lo que creen que hay que hacer. Estas últimas, a veces aciertan pero otras veces se equivocan.
Voy a compartir contigo una anécdota. Desde que me saqué el carnet de conducir, gran parte de mi entorno no ha dejado de decirme que tengo mucha suerte para aparcar. Miembros de mi familia, algunos de mis amigos, incluso conocidos, se sorprendían – y siguen sorprendiendo – de mi “enorme suerte”. ¿En qué consiste exactamente esta suerte? En que casi siempre aparco en la puerta del sitio al que voy, entendiendo por “en la puerta”, a menos de un par de minutos andando del punto de destino. Y esto ocurre por teóricamente complicada que sea la zona o la hora del día.
Pero para mí este hecho no es fruto de suerte alguna sino de mis acciones. En un momento dado, algo cansado ya de tanto “cachondeo”, decidí observar con atención qué factores podían influir en esta realidad. Porque es cierto que las personas que me decían, y siguen diciendo, que tengo mucha suerte, nunca aparcan en la puerta.
Como suponía, la explicación era bien sencilla. Yo hacía, y sigo haciendo, algo que ellos no hacían, y siguen sin hacer. Y no lo hago de forma aleatoria ni en función de las circunstancias. Lo hago siempre, independientemente del día, la hora, el lugar, si voy con prisas o no: paso con el coche por delante de la puerta del sitio al que voy y lo hago al menos dos veces. Sin excepciones.
Cuando llevo en el coche a alguna de estas personas que dicen que tengo suerte, siempre tengo que oír las mismas cantinelas. “Mira, aparca ahí, fíjate que sitio tan bueno. Déjalo ahí porque luego no hay quien aparque. Esa zona es imposible”. Cuando les ignoro, se molestan conmigo: “Ya verás, vamos a llegar tarde porque no vas a encontrar sitio y te va a tocar dar mil vueltas. Con lo bueno que era ese sitio de ahí atrás”. Aprovecho para aclarar que “ese sitio tan bueno” suele por lo general estar al menos a diez minutos andando del punto de destino.
Como puedes observar, no es mi suerte lo que hace que casi siempre aparque en la puerta ni tampoco es la mala suerte de mis familiares y amigos lo que hace que nunca lo consigan.
La diferencia es que yo sé que lo que yo crea sobre lo fácil, difícil, probable o improbable que es aparcar en un sitio concreto es por completo irrelevante. Lo siento por el tan en boga “pensamiento positivo” pero las cosas son como son y tanto si estoy convencido de que voy a aparcar en la puerta, como si estoy convencido de lo contrario, a la realidad le importa un pimiento.
Por eso mi comportamiento no es en función de mis creencias sino de lo que hay que hacer. Nuestro cerebro es víctima de numerosos sesgos y falla más que una escopeta de feria en muchos de sus cálculos y estimaciones. Como promueve GTD, hay que “objetivizar” al máximo la toma de decisiones porque, a más subjetividad, mayor riesgo de error.
Una forma de saber “lo que hay que hacer” es observar qué hacen las personas que consiguen esos resultados que tú también querrías conseguir y replicar esos comportamientos. Lo que en PNL se llama “modelado“. Nuevamente, es lo que hizo David Allen para construir GTD: fijarse en los hábitos de personas productivas.
Otra forma es analizar de forma objetiva, dejando al margen opiniones o creencias, qué pasos hay que dar, y en qué secuencia, para alcanzar un resultado. Al fin y al cabo, si analizas de forma objetiva qué hay que hacer para poder aparcar en la puerta, verás que la respuesta a “lo que hay que hacer” es sencilla: pasar siempre por la puerta.
Autor Jose Miguel Bolivar
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