Revista Arte

No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte, y la vida.

Por Artepoesia
No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte, y la vida. No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte, y la vida. No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte, y la vida. No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte, y la vida. No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte, y la vida.  
Llevamos en nosotros el desconcierto de haber sido concebidos. No hay imagen que nos afecte que no nos recuerde los gestos que nos hicieron. Así comienza su libro -El sexo y el espanto- Pascal Quignard. Más adelante, relatará la historia de un pintor de la antigua Grecia, Parrasio de Éfeso (440-380 aprox.), el cual compraría una vez un viejo esclavo al que hizo que torturaran como modelo ideal de un Prometeo herido. No es lo bastante triste, dijo Parrasio del viejo. El pintor pidió, entonces, que torturaran al anciano. Algunos protestaron. Él insistió, yo lo he comprado. Le clavaron las manos. El pintor comenzaría a preparar el lienzo. Encadénalo, dijo Parrasio, quiero darle expresión de sufrimiento. El viejo esclavo lanzó un grito desgarrador. ¡Tortúralo más, más! Perfecto, mantenlo así. El anciano tuvo un acceso de debilidad, y lloró. El pintor dijo entonces, tus sollozos no son todavía los de un hombre perseguido por la furia de Júpiter. El anciano empezó a morirse, le dijo al pintor, Parrasio, me muero. Quédate así, contestó. Toda pintura es este instante.
Desde las creaciones primitivas hasta el Barroco la Pintura ha privilegiado en su inconsciente el asombro, el espanto, como causa fundamental de su composición. ¿Qué pintaron más los hombres del Paleolítico sino fieras que, en su hermosa calamidad, les ofrecieran ya la fuerza de su temor? Cuando al gran Miguel Ángel le encargaron decorar los muros y techos de la capilla Sixtina no se alegraría demasiado, toda su vida habría querido esculpir, sólo esculpir. Aun así, compuso una de las maravillas pictóricas más grandiosas de la Historia. En uno de los muros de la capilla, entre dos arcos decorados de su bóveda, situaría a uno de los personajes que le encargaron pintar. La Sibila de Delfos. Estas mujeres eran profetisas de Apolo en la antigua Grecia. Eran consultadas para saber el porvenir. Aquí tuvo la representación sagrada bíblica de la anunciada venida de Cristo. Sin embargo, el gran pintor renacentista no supo mejor ahora que crear un rostro con una mirada de inquietud, de un cierto espanto.
Es la sorpresa inevitable de la vida, la de nacer y morir. Entre medias crearemos cosas, exorcizaremos también así ese momento, aquel en el que ya nacimos desconcertados, y el otro, que ignoraremos, de igual modo. El escritor y poeta Borges para ensalzar su ciudad -Buenos Aires- escribiría una vez unos versos para ella, en uno compuso: No nos une el amor, sino el espanto. Y es así como de veras se inicia toda aventura, sentimental o no, con el espanto. Será, luego, cuando este gesto de paso a otra cosa, a entenderlo o a sufrirlo. A ambas cosas, a la larga. Como la vida. Inevitablemente acabará. El pintor más cortesano y galante del siglo XVIII fue posiblemente el genial Jean Honore Fragonard. Crearía escenas de seducción, las primeras tal vez de la Historia, en donde, además de belleza instantánea, supo transmitir algún mensaje. 
En su obra El beso robado, de 1790, nos representa una joven pareja que, de pronto, reflejará una escena romántica. Un joven se atreverá, y sorprende así, robando un beso a una mujer asombrada por ello ahora. No lo esperaría, y el creador nos lo hace ver aquí con su gesto desabrido, con su mirada hacia la puerta que los separa del resto, con su mano que, inútilmente, tratará así de asirse a algo como queriendo salvarse de no sabe muy bien qué. Porque, sin embargo, ella lo querría, probablemente. Pero, es el espanto ahora lo que no puede ya evitar sentir ante la sorpresa -lo que no se tiene antes en el cerebro racional- de vivir algo inusitado. Y, todo esto, gracias ya a haber sido concebidos así, igualmente de consternados por el asombro y por el espanto.
(Detalle del fresco de la Sibila délfica, Capilla Sixtina, Miguel Ángel, Siglo XVI; Cuadro La musa del amanecer, 1918, del pintor simbolista francés Alphonse Osbert; Imagen de Pintura Parietal de la Cueva de Chauvet, Francia; Óleo del pintor orientalista inglés Ernest Normand, Pigmalión y Galatea, 1886, Galería Atkinson, Inglaterra; Óleo El beso robado, 1790, Jean Honore Fragonard, Museo Hermitage, San Petersburgo.)

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