Qué difícil afrontar una obra tan conocida como la Sinfonía nº 9 en Re m., Op. 125 "Coral" de Beethoven con algo nuevo que aportar, tanto para los intérpretes como para el público. Esta vez, pese a la ilusión previa, nada funcionó. No puedo caer en populismos ni decir que la música de Beethoven triunfa siempre porque precisamente faltó "hacer música", escucharse unos a otros, disfrutarla y contagiarnos. Desde el arranque del Allegro ma no troppo, un poco maestoso ya flotaba cierto temor en el ambiente, indecisión en las entradas, inseguridad, sin pegada en los graves, como una bruma que impedía captar los muchos detalles de un cuadro sinfónico único, más brochazos (y timbalazos) que pinceladas para un fresco brillante que parecía empañado. Era un "querer y no poder" al que le faltaba emoción y limpieza.
Parecía que el Adagio molto e cantabile nos redimiría, pero fue otro espejismo. Aquello no funcionaba, esbozos sin cuajar para un movimiento lento que favorecía saborear cada compás pero que el maestro Milanov parecía no tener claro su discurso musical. Las líneas melódicas, las intervenciones solistas, todo seguía con una neblina que impedía arribar a buen puerto. Todos esperando el ansiado Presto final, roto por la aparición de los cuatro solistas que con los aplausos parecían comenzar otra obra en vez de continuar una ascensión ya de por sí tortuosa.
La soprano norteamericana, siendo la destacada, cumplió sin emocionar, como su compatriota la mezzo de Ohio, y el tenor danés de color vocal perfecto para el rol, llegó a ser "engullido" por un coro algo desbocado y demasiado apretado en los agudos, parte forzado por dinámicas nunca ajustadas. El cuarteto solista empastó sin más, faltando otra vez la musicalidad, el escucharse todos un poco. Y es que como escribía "en caliente", las partes no lograron hacer un todo, faltó la visión unitaria, el conjunto, el discurrir fluido que esta sinfonía requiere, entenderla globalmente y no sumas individualizadas.