A uno le incumben escasamente cuatro o cinco frívolos vicios. Luego la
vida consiente una biografía almibarada, triste tirando a muy triste en
ocasiones. Adentro el tiempo incendia todas las mentiras. No buscamos la
verdad: buscamos el significado. La memoria arde también. Arde
imposiblemente. Se quema la infancia, el acné de los quince años, las
primeros vuelos del alma novicia. Muere uno siempre en los títulos de
crédito. Se advierte lo inapropiado del cásting, la falsa impresión de
que algún tramo del metraje produjo asombro o júbilo en el espectador
accidental que ocupa el patio de butacas. En el propio intérprete de su
causa. Las horas, trémulas, fluyen. La euforia nos hace creer que hemos
hecho algo verdaderamente digno de cántico. Mientras tanto, las palabras
informan de quiénes somos. La piel, el mirar, los gestos informan. Somos
las palabras que decimos. Las que escribimos. Una respiración agitada,
mineral y cruda, nos abre inextricablemente los pulmones, hace sitio al
aire rotundo con el que el vivir nos tiene entretenidos. No hay más.