No hay que precipitarse cuando se está demasiado excitado

Publicado el 21 mayo 2018 por Solotulosabes @soloturelatos

Mientras esperaba a que aquellas filas de bolardos futuristas se iluminaran indicándonos que podíamos cruzar, contemplaba al gigantesco hombrepez de acero inoxidable que se eleva en el centro de la Puerta del Sol, desde allí arriba vigilaba atento a que el sol siempre comenzase a iluminar la ciudad por el mismo sitio. Desde que su inauguración, me había gustado a aquella estatua, pero aún hoy tiene a la ciudad dividida y aquí, como en casi todo, no había término medio. Me gusta pensar que su autor, previniendo que algún día algún alcalde tuviese la tentación se cambiar su ubicación, la hizo tan descomunalmente grande para que le saliese tan caro que ni se lo plantease. Y por ahora íbamos ganando, allí seguía.

Por fin los bolardos se iluminaron dándonos prioridad a los peatones, al cruzar la calle pude ver la mueca de queja en el rostro del conductor que por solo unos pocos segundos tuvo que detenerse, y dejar paso a la variopinta marea de gente que esperábamos pacientemente en ambas aceras. Al fondo de la pequeña plaza estaba el Arco de Quirós, uno de los tres arcos históricos de la ciudad, que, a modo de pasadizo abovedado, comunica la parte moderna de la ciudad con un laberinto de calles empedradas, que de alguna manera evocan un pasado medieval demasiado lejano. Su bóveda y sus paredes de piedra tenían el efecto de sumergirte en instante de breve de silencio, que te anuncia que estabas a punto de dejar atrás los rótulos de colores, los coches y las calles asfaltadas. Mientras atravesaba el pasadizo de piedra recordé la conversación que me había llevado hasta allí.

– Venga, anímate. Nos tomamos algo en los puestos, además necesito comprar alguna cosilla para la comida. Nunca he cocinado para ti, hoy me apetece hacerlo, no se me da mal la cocina.

– Es que habrá un montón de gente, ¿y si optamos solo por la comida?

– De eso nada, la fiesta y el buffet van en el mismo paquete no se vende por separado. ¿Vienes?

Por supuesto, dije que sí.

En los últimos años las fiestas que recrean épocas, pasajes o acontecimientos históricos se han multiplicado de forma exponencial, abarcando todas las edades de la humanidad desde la romana, pasando por la medieval e incluso existe alguna prehistórica. En mi ciudad se ha optado por el siglo XIX, concretamente, celebramos la expulsión de la ciudad de los malvados franceses para reinstaurar un rey absoluto, con tal motivo durante dos días el casco histórico se convierte en un escenario de serie de TV histórica de bajo presupuesto

Los rayos de sol primaveral iban ganando terreno a las últimas sombras de la mañana, en unas calles que ya comenzaban a llenarse con gente, muchos vestidos con ropas de la época de la Reconquista del siglo XIX, podría decirse que había tres bandos los aldeanos vigueses, los soldados franceses y, los que, como yo, que no nos caracterizábamos. A lo largo de mi vida en contadas ocasiones me había disfrazado, aun así, no podía dejar de admirar y reconocer, el trabajo en recrear aquella ropa de la época y el cuidado que ponían algunos en los detalles.

Un mensaje de Julia indicándome donde estaba hizo que regresará al siglo XXI, cualquiera de las bocacalles me valdría para llegar a mi destino, así que opté por la que me parecía que tenía menos gente y me dirigí hacía la Plaza de la Colegiata, detrás de un grupo de soldados franceses que debatían con un grupo de bravos aldeanos sobre la mejor opción para el avituallamiento en los locales de la zona.

Al llegar a la plaza principal del Casco Vello comenzaron los primeros apelotonamientos de gente, que sumado a los puestos donde se servía vino, cerveza y choripanes, la comida estrella de estas fiestas compuesto por un chorizo frito dentro de un bollo de pan, hacía que cada vez me costase más avanzar y que por un momento añorase mi terraza favorita donde suelo estar desayunando las mañanas de los domingos.

A medida que llegaba a mi destino algo iba cambiando en el ambiente, de las terrazas llenas de familias y niños correteando por la plaza a corros de gente charlando y riendo animadamente de pie, y las copas de vino y cañas dejaban paso a los botellines de cerveza sujetos por dos dedos.

La zona de la Catedral estaba ocupada por grupos de amigos formados mayoritariamente de gente joven, que iban invadiendo las esquinas y entradas de los bares dificultando el paso a los que queríamos avanzar, en una de esas esquinas había un grupo que por sus rostros estaban de reenganche de la noche anterior, y ahora estaban diluyendo su testosterona sobrante en cerveza, mientras uno de ellos, explicaba al resto lo cerca que estuvo de pillar cacho aquella noche.

Antes de meterme en la plaza intente encontrarla entre el laberinto de cuerpos y rostros que se desplegaba delante de mí, recorrí con la mirada todas las esquinas, pero no conseguía distinguirla, lamentando no haber quedado con más precisión y empezando a planear cual sería la mejor forma para convencerla de que era mejor perderse entre las sábanas que entre aquella marea de gente.

Tras unos minutos comprendí que encontrarla con la mirada era imposible, así que desistí y me dirigí hacia las escalinatas de la iglesia, a medida que me acercaba a ellas entre las voces animadas de las conversaciones de la gente, se oían los acordes de una de esas canciones populares gallegas que se escuchan en cualquier fiesta o romería gallega, me deje guiar por ella, en la explanada de la iglesia se había formado un corro amplio de gente alrededor de una improvisada mesa de sonido y unos altavoces de donde salía aquella música.

Aunque para muchos, la música popular gallega se identifica con gaitas, en los años 70 se hicieron populares ciertos ritmos y melodías, con que unos arreglos audaces y muchas letras en gallego que pronto calaron en el imaginario popular, ya que eran como un llamamiento a la alegría y al baile. Y bajo los acordes de esa melodía descubrí a Julia bailando con otra muchacha mientras a su alrededor un corro aplaudía animándolas al ritmo de la música.

Me quedé embelesado mirándola, estaba vestida de época con un corpiño que ceñía y levantaba su pecho bajo una blusa blanca, y al que cruzaba una toquilla atada por detrás a la cintura. Completaba su atuendo una falda hasta los tobillos de color rojo adornada con una banda blanca de encaje, sobre la que caía un mandilón anudado por el borde en el lado izquierdo de su cintura.

Ambas giraban a ritmo de la música mientras sostenían la falda con una de sus manos, a veces giraban juntas enlazadas por sus brazos y completando varios giros de 360 grados, mientras la gente las animaba con palmas en aquella improvisada pista de baile frente a la Catedral.

Julia estaba realmente espléndida, su negro pelo, recogido al estilo de las jóvenes de la época, a modo de dos trenzas sueltas con un lazo, volaban con cada uno de sus giros. Para alguien acostumbrado a los marcos y referentes eróticos del siglo XXI, donde finas telas se ajustan a los cuerpos femeninos en forma de vestido, falda o pantalón, parecía difícil que una gruesa falda de lana que apenas se levantaba a 20 centímetros del suelo, resultará sensual y que su tosco vuelvo me resultase erotizante, pero así era. Aquella canción hablaba sobre como un joven cortejaba a una chica “xirando” – girando – alrededor de una chica, pero en este caso era ella la que giraba cada vez más cerca de donde me encontraba.

En uno de sus giros nuestras miradas se sostuvieron apenas unos, los suficientes para sentir la complicidad que nos unía. Pero como en esos sueños en que estas a punto de besar a la chica y desaparece, Julia y su compañera de baile desaparecieron entre la gente, que al ver que el espectáculo había terminado enseguida ocuparon el espacio antes ocupado por ellas.

Otro clásico de las romerías gallegas empezó a sonar cuando la vi descender por la empinada rampla que une la parte alta del barrio con la baja, girándose me buscó entre la gente que había dejado atrás, no tardó mucho en localizarme, sonriéndome con un gesto me indicó hacia dónde se dirigía, mientras su amiga tiraba de mano obligándola a avanzar.

Dejé atrás la animada plaza repleta de soldados franceses y exaltados vigueses, justo, cuando estaban a punto de empezar una batalla de canciones populares, y me dirigí a la rampa por la que momentos antes habían descendido Julia y su amiga. Desde allí se podía ver toda la calle, en la que convivían las edificaciones de la ciudad vieja con alguna de la época en que se le comieron terrenos al mar. A ambos lados había de puestos de madera prefabricados, en los que comerciantes, ofrecían todo tipo productos desde comida, artesanía, rosquillas o licores hasta diademas de flores. En el aire los aromas de pan con chorizo, nubes de azúcar y garrapiñadas se disputaban mi olfato mientras intentaba esquivar a la gente que avanzaba sin rumbo o que se detenían frente a alguno de los puestos creando un tapón infranqueable.

La busqué de nuevo entre la aglomeración, esta vez no me costó demasiado encontrarla a pesar de la multitud, estaba a unos diez metros de mí curioseando entre los puestos ambulantes. Al verla no pude evitar acompañarla con la mirada, había algo en su forma de caminar que me seducía, su forma de hacerlo sin prisas, con pasos cortos y lentos, un rasgo que coincidía mucho con su modo de ver la vida, que era tomarse el tiempo necesario para saborearla y disfrutar de los momentos que le ofrecía. Cuando algo le gustaba, una breve sonrisa la delataba, en eso era transparente, sabias cuando estaba a gusto y cuando no, cualquiera de aquellos comerciantes con un poco de pericia sabría al instante si podría venderle algo.

Las seguí manteniendo una distancia prudencial, distancia que no impidió que nos cruzásemos de vez en cuando nuestras miradas, mientras caminábamos calle abajo hasta llegar la zona del Berbes. De nuevo dos hileras de puestos con su mercancía, pendones de las farolas con motivo de la Reconquista y más gente disfrutando de la fiesta y de un grupo de bailes autóctonos bailando una muñeira al son de las gaitas.

Aquella aglomeración de gente me empezaba a agobiar, busqué de nuevo a Julia, pero no la encontré y después de varios minutos me pareció imposible localizarla entre todas aquellas cabezas. Aunque aquel juego me gustaba, e incluso me había parecido excitante en algún momento, lo cierto era que la cada vez más masificada plaza me empezaba a resultar por momentos desesperante, por instante barajé la posibilidad de enviarle un mensaje diciéndole que la esperaba en algún bar, pero al final opté por acercarme a la zona donde la había visto por última vez.

Después de sortear decenas de animados grupos de fuerzas de ocupación francesas, libertadores y curiosos espectadores conseguí alcanzar mi destino, esta vez con premio, pero no exento de sorpresas, dentro de uno de los puestos de aquel mercado de productos gastronómicos y artesanales que ocupaban el último tramo de la calle ocupado, estaba su compañera de baile atendiendo sonriente a una pareja de señoras sobre uno de los productos expuesto, y a su lado Julia, vestida con aquel traje de época, apenas maquillada con su pelo negro recogido en dos trenzas que se perdían entre sus pechos, verla hizo que por unos instantes olvidase el asfixiante ir y venir de la gente.

Aunque dudé un instante, decidí acercarme más. Un mostrador con vasijas de barro lacado con diferentes variedades de miel artesana, me sirvieron como excusa para pararme y disimular mi presencia allí.

– Son todas mieles artesanas, ¿Quiere probar alguna?

Era la voz de Julia acercándose hacia donde estaba, solo aquella mesa a modo de expositor me separaba de ella, el corpiño hacia que la forma redondeada sus pechos resaltasen entre la blusa, aunque esta los cubría en su totalidad, no pude evitar desviar mi mirada hacia ellos cuando se reclinó para alcanzar uno de las vasijas de miel.

– Esta es miel de Queiroga, se produce en las montañas; es de tonalidad roja oscura, mire – me dijo acercando la vasija de miel – su sabor es duradero, pero ligeramente amargo. Creo a usted le gustan las cosas más dulces.

Al inclinarse su mano rozó mi brazo que sumado al olor de su perfume hizo que ese magnetismo que irremediablemente que producía en mí, casi me traicionase cuando su rostro paso cerca del mío.

– ¿Sabe?, no todas las mieles tienen la misma textura, ni por su puesto el mismo paladar, esta procede de la flor del eucalipto, se la denomina Milflores, es menos densa que otras y se diluye con facilidad al mezclarse con algún líquido.

Me explicó mientras introducía un pequeño palo de madera en el tarro de miel, al sacarlo un hilo de miel se fue formando entre el recipiente y el extremo de la madera, Julia con su pulgar fue enroscando el hilo hasta recogerlo.

– A mí me hipnotiza su color ámbar, su sabor suave y dulce, pero sobretodo la caricia de su textura en el paladar.

Sin darme cuenta y encandilado por el sonido de sus palabras, me encontré aquella cucharilla de madera al borde de mis labios y los ojos de Julia clavados en los míos, esperando mi reacción.

– Como no abra pronto la boca se me caerá toda la miel, estos probadores de madera son muy pequeños y esta miel es casi líquida.

No sé si embobado por su mirada o por su descarado desparpajo abrí mis labios y el dulce sabor de la miel inundó de inmediato mi boca, el roce de la madera sobre mis labios se hizo eterno como si el mundo que estaba me rodeaba se parase durante esos segundos.

– Lo bueno de la miel es que se puede comer tal cual. Una cuchara la mete en el bote y a degustar su dulce sabor. ¿No le parece?, además en poco tiempo la energía correrá por todos los miembros de su cuerpo.

Nunca fui un gran aficionado a la miel, pero en ese instante hubiese comprado todo el expositor. Julia sabía lo que estaba sugiriendo y manejaba los detalles conmigo, me manejaba con su actitud inocente y yo me dejaba manipular, me gustaba. Sabía que en algún momento aquello tendría que parar, pero no iba a ser hoy.

 – Por su expresión veo que le ha gustado la miel de Milflores, pero si me pregunta cuál me llevaría yo, sin duda, sería la de Silveira. Es una variedad que nace entre los rosales y las silvas que las abejas que recogen mientras polinizan las flores del rosal.

Mientras paso a paso fue repitiendo el ceremonial anterior, escogió otra cucharilla de madera, la introdujo en el recipiente y con un ligero juego de su muñeca fue enroscando el hilillo de miel en la madera, en el que se fue formando una lágrima de miel. Pero esta vez el destino fueron sus labios, y no los míos, que instintivamente ya se había abierto esperando recibir aquella gota de ámbar brillante.

– Jajaja, vaya lo siento. Es que cuando veo esta miel, el instinto me lleva a metérmela en la boca. Además, ¿Sabe una cosa?, no se la voy a dar a probar, fíese de mí. Llévela y no se arrepentirá.

Sin que me diese tiempo a pronunciar una palabra, Julia ya había metido el frasco de miel en una pequeña bolsa de papel reciclado.

– ¿Se lleva el señor, Julia?

La voz de su amiga que acababa de aparecer rompió mi encantamiento.

– Si, toma cóbrale uno de Silveira. Le ha encantado y se lo lleva.

Le di un billete de 20 euros a su amiga, que se alejó con ellos hacia una improvisada caja de madera que hacía las veces de caja registradora.

– Es Laura, somos amigas desde pequeñas, su familia tiene una pequeña empresa de productos gourmet, y me gusta pasar por aquí y echarles una mano en días como este.

– Ya, si te soy sincero no me gusta mucho la miel.

– Eso depende de con que la acompañes. Te espero dentro de una hora en mi casa, aprovecha y tomate algo mientras.

En ese momento apareció Laura con mi cambio y Julia me dio la bolsa de mi adquisición.

– Ya verá como la disfruta, señor, y muchas gracias.

A medida que me alejaba, el ruido de la fiesta fue disolviendo poco a poco la burbuja que se había creado a mí alrededor mientras escuchaba la voz de Julia, el reloj del teléfono me indicaba que aún quedaba una hora para nuestro encuentro, así que me perdí entre la marea de gente mientras un ligero sabor dulzón seguía estando en mi paladar.

La puerta estaba entreabierta, al fondo del pequeño pasillo estaba Julia, sentada en el suelo con las rodillas pegadas, el paño de la tela de su falda descendía de sus muslos dejando sus piernas descubiertas y formando un semicírculo a su alrededor de su cuerpo como un abanico de color rojo abrazándola. Su cuerpo se arqueaba sobre sus brazos, los cuales mantenía firmemente apoyados en el suelo sobre las palmas de sus manos. Su melena negra y brillante, liberada de las trenzas, caía desde su hombro hasta su llegar a su pecho y contrastaba con la blusa blanca ya sin el corpiño, tras ella en la cristalera del salón contiguo se podían ver los tejados de los edificios, lo que de alguna forma le daba un toque erotismo urbano a la escena.

Me dejé caer contra la puerta y me fui deslizando hasta quedar sentado en el suelo a pocos metros de Julia, sin decir nada, me gustaba aquella electricidad que se palpaba en el ambiente. En mi mano una pequeña bolsa de papel reciclado, de ella extraje la vasija de miel que momentos antes ella misma me había vendido, al sacarla noté su doble textura, una suave en la parte superior por las diferentes capas de barniz que la adornaban, y el resto era áspero al tacto debido a la porosidad de la arcilla. Recordé la escena de cómo había acabado en mis manos y la sonrisa que se formó en el rostro de Julia, al verla, parecía indicar que ella también recordaba aquel instante.

Sin romper aquel silencio empujé el frasco de miel hacia ella, que se deslizó con suavidad por el parqué de madera brillante, a medida que se le iba acercando fue perdiendo velocidad y cuando llegó a sus piernas, las abrió, dejándole paso hasta que se frenó a pocos centímetros de su entrepierna ocultando parcialmente sus braguitas blancas. Sus muslos levemente bronceados y el rojo de su falda, formaban un marco espectacular para el blanco de la tela de su ropa interior, casi oculta por los tonos marrones rojizos del recipiente relleno del néctar de las flores convertido en miel. Julia destapó el frasco sin levantarlo del suelo, uno de sus dedos desapareció en él para volver a aparecer bañado en miel, aunque poco después se perdió entre sus labios.

Me levanté y me acerqué a ella, le ofrecí mi mano para levantarse, pero con un gesto me pidió que me sentase enfrente de ella.

– ¿Así que no te gusta la miel?, seguro que desconoces sus propiedades, por eso no te gusta.

Dijo, quitándose la blusa y arrojándola hacia el fondo del pasillo, al ver mis intenciones de lanzarme sobre sus pechos, me volvió a frenar.

– No hay que precipitarse cuando se está demasiado excitado, saboreemos el momento.

Un hilo de miel descendió desde el inicio de su pecho hasta llegar a su pezón derecho, su habitual color rosáceo se tornó en ámbar a medida que la miel se iba acumulando y formando un piercing improvisado a su alrededor.

– Ahora sí, creo que ha llegado el momento de probarla

Mi lengua siguió el reguero que había dejado en su piel hasta llegar a su pezón dulce pero duro. Con sus primeros suspiros mis manos avanzaron por sus muslos hasta llegar a su sexo, mis manos lo buscaron, ella no opuso resistencia así que comencé a masturbarla delicadamente, con movimientos lentos, podía sentir como sus labios cedían fácilmente a cada pase de mi dedo. – Sabes a miel – dijo cerrando sus ojos y mordiendo mí hombro.

No tardé en pedirle que se tumbase, noté la áspera tosquedad de la tela de su falda mientras seguía acariciándola – quítamela, me da calor –  En el aire el aroma a miel se mezclaba con el calor del mediodía, únicamente una ligera brisa que entraba por la ventana refrescaba muy de vez en cuando la estancia.

Se quedó completamente desnuda, tumbada en el parqué de madera mirándome, esperando a mi siguiente paso. Mientras cogía el frasco de nuestra miel recordé el baile, las miradas cómplices entre los puestos del mercadillo y su morbosa habilidad de jugar con el significado de las palabras que nos había llevado a esta orgía de pegajoso y dulce sexo.

Otro hilo de miel descendió esta vez sobre su monte de venus, espere a que la gravedad hiciese el resto, la miel no es líquida aun así llego a su destino, lentamente, pero llegó. Su clítoris, al igual que anteriormente su pezón, se cubrió de una fina capa de color ámbar, en un caramelo de miel que no tardé en probar. Una capa dulce y densa al principio, dio paso a otra capa de sabor salado y de superficie delicada por la que mi lengua se movía en el sentido de las agujas del reloj, continué por el pliegue de sus labios húmedos abriéndose a mi paso, de vez en cuando algún resto de miel que había superado la cordillera de su clítoris volvía a endulzarme mi boca.

Su cuerpo se arqueó ayudándose con una de sus manos en el suelo, con la otra presionaba mi cabeza a la vez que enredaba sus dedos en cabello y empujándome más hacia su sexo, que cada vez se humedecía más. Mi lengua en su interior y el calor del interior de sus muslos llenos de restos de miel abrasando mis mejillas cuando sus piernas se cerraban sobre ellas.

No sé cómo, estábamos de pie, ella con su espalda apoyada en la pared, al observar su cuerpo arqueado, su melena revuelta, sus pezones brillantes por los restos de la miel, al igual que su sexo rosado y depilado, hizo que mi grado de excitación subiese a cotas pocas veces alcanzadas. – Acércate – dijo con un tono de voz aterciopelado y con una profunda carga erótica. No la hice esperar, fui subiendo por sus muslos, le pedí que se diese la vuelta, lo que hizo al instante, seguí mi recorrido subiendo despacio hasta llegar a sus caderas, la pegué contra la pared, busqué el frasco de miel y la derramé sobre su columna, su piel se erizaba a medida el reguero dorado bajaba por su espalda, cuando llego a su cintura lo recogí con mi lengua subiendo hasta su cuello.

Notaba la tirantez pegajosa del vello en mi piel cada vez que nuestros cuerpos se separaban, un cóctel de sudor y azúcar que nos estaba embriagando y haciendo salir nuestra parte más salvaje y sucia. Deje caer mi peso sobre ella apretándome contra su cuerpo, mi miembro se pegaba a sus nalgas, mis manos buscaron sus pechos, mis dedos sus pezones y mi boca mientras mordisqueaba sus hombros.

Situé mi miembro en la entrada de su sexo, pero sin penetrarla, únicamente para que sintiese el roce sobre sus labios siempre evitando penetrarla, cuando mi capullo rozaba su clítoris su cuerpo se tensaba apretando sus nalgas contra mi bajo vientre, permanecíamos así pegados durante unos segundos hasta que su cuerpo se volvía a relajar.

El sexo es la última expresión de nuestros deseos, el buen sexo nos hipnotiza, nos libera, nos permite expresarnos sin las limitaciones que nos imponen las palabras, si el sexo es bueno quienes hablan son nuestros cuerpos, es el único momento en el que cerebro, cuerpo y alma actúan de forma coordinada.

Mis manos bajaron hasta sus piernas, Julia se dio cuenta de mis intenciones y una ligera presión llegó para que abriese sus piernas y se reclinase apoyando sus manos en la pared, el roce se convirtió en penetración, con cada embestida hacía sonar sus nalgas, con cada embestida nos costaba más respirar, con cada embestida nos volvíamos más salvajes, con cada embestida se acercaba más el momento de un clímax que queríamos prolongar, pero sobre el que ya no teníamos ningún tipo de control.

Por sus reacciones sentí que ella no podría resistir más sin llegar a correrse, así que también me deje llevar y aceleré el ritmo a la vez que su cuerpo y el mío, se iba tensando y preparándose para la llegada de un orgasmo salvaje, pero con sabor a miel. Al acabar, permanecimos unos segundos sofocados y pegajosos mientras que por la ventana se coló una brisa fresca y la letra de una vieja canción marinera, unas notas sonoras que siempre me recordaran al del sabor a miel.

“corazón que nace libre

non se pode encadear”…

Meu amor é mariñeiro

Continuará


También podría interesarte :

Quizás te interesen los siguientes artículos :