Me sorprendí al leer un párrafo de una novela ("Las tribulaciones del estudiante Törless", de Robert Musil). Decía: "Le ocurrió como siempre que preparaba algo mentalmente con demasiado cuidado. Era demasiado poco directo, de manera que su estado de ánimo vino a paralizarse pronto y a convertirse en el pertinaz, pastoso aburrimiento que invade a todo aquel que demasiado deliberadamente se aferra una y otra vez a nuevos intentos”.
Con exactitud, y con inclusión de todos los "demasiados", eso me pasaba a mí, y no sólo en aquel instante sino en todos y cada uno de los que había vivido. Las chicas me tildaban de rumiador, de hombre con poco arrojo y aún menos espontaneidad, de ser la antítesis de la acción y del ejecutivo resuelto, dinámico y ambicioso con quien soñaban.
–Nunca te caerá una teja porque, para evitarlo y previniéndolo, no eres capaz ni de salir a la calle –me comentaba Pelagia, una de las chicas y amiga de mi hermana.
–Ya veis, se pasa el día enfrascado en la construcción de barcos de papel. Ninguno lo considera perfecto. Todos acaban en la papelera y él vuelve, una vez y otra, a intentarlo. Le ocurre como al que dio lugar al refrán: "Tan fino era mi señor que se comía la sopa con el tenedor" –les decía mi hermana a sus amigas en tono jactancioso y con aires de suficiencia.
A mí no me importaba que vinieran las chicas e invadieran la casa con su alegría y su precipitación; pero me provocaban cierto miedo, sobre todo Pelagia, que me pinchaba continuamente con sus frases llenas de sarcasmo para que al menos sintiera la sensación incontrolada de la ira. Y bien que la sentía; sólo que era como un fondo rojo que me obligaba a apretar los dientes, y con ese gesto ya la controlaba.
Fue Pelagia la que me dejó la novela que contenía aquel párrafo que, de forma tan precisa, me definía. Además, ese párrafo era el único subrayado por Pelagia. En el lateral del mismo, habían sido escritas dos iniciales mayúsculas que coincidían con las de mi nombre y mi primer apellido.
Cuando volvió Pelagia a casa con las demás chicas, le pregunté si las dos iniciales eran las de alguien conocido.
–Las tuyas, alma de cántaro, las tuyas –me respondió.
–Y..., ¿por qué?
–Porque ése eres tú. Para de hacer barquitos y vive, vive, vive.
–No, Pelagia. Hasta que no haga un barco perfecto, no pararé.
–Allá tú con tus cosas, pero la perfección no se logra nunca, y si alguna vez se alcanza es efímera y surge de una manera espontánea y no premeditada –me sentenció.
Con el tiempo, me dediqué a contar las horas que faltaban para que volviera Pelagia. Había algo en ella que me hacía daño, pero de lo que dependía mi salvación. Sí, dependía de ella, no me lo podía negar. Incluso, cuando estaba a su lado, notaba como una sensación de vértigo indomable y me invadían temblores inconscientes. ¿Podría ser eso el amor que describían los libros?
Aquella pregunta me aterrorizó. El amor era un sentimiento muy pasional, muy vivo... ¿Cómo iba yo a sentir algo que no se reflexiona? Sería..., sería entonces como una barca a la deriva, como un ser sin rostro y sin pensamientos, sin el sello de su identidad.
–Tú estás enamorado de Pelagia –me anunció mi hermana una tarde en que me había estado observando más que de costumbre–. Y si me apuras, creo que también ella anda detrás de ti –agregó para mi desasosiego.
Sentí tanta ansiedad, tanto temor a un sentimiento irreflexivo, que ejecuté el único acto espontáneo de mi vida: me fui de viaje a Roma sin haberlo organizado. Pero allí no sofoqué la imagen de Pelagia, sino que se acrecentó su tiranía sobre mi mente.
Resignado a la idea de sentir amor, planeé con mucho detalle mi acercamiento a Pelagia. No debería ser tímido, ya que ella era decidida y llamaba a las cosas por su nombre. Sería directo, seguro y, sobre todo, actuaría como quien se mueve guiado por impulsos espontáneos e irrefrenables. Ahí estaba el quid: sorprenderla con mi nueva espontaneidad, con mi valiente arrojo y mi falta de miedo.
Volví a casa con las dudas resueltas y el corazón tranquilo. Y cuando fue Pelagia, la aparté de las demás chicas con una premeditada y ensayada soltura. A solas los dos, me abalancé sobre ella y la besé como Clark Gable a Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó.
Se deshizo de mí con un respingo de enfado y, con dignidad y desprecio, exclamó:
–¿Pero tú qué te has creído? Las cosas tienen su método. Hay que pensar antes de actuar. Eres... Eres demasiado espontáneo, demasiado directo, demasiado irreflexivo. Pareces un bruto, un animal... Aprende a contenerte. ¿Es que no sabes usar la cabeza? ¡Contente! ¡Frena tus locos impulsos!
Eso hago desde entonces: contenerme. Y no me cuesta ningún sacrificio. Cuando vienen las chicas, me escondo en mi habitación y reflexiono sobre las proporciones de mis barcos de papel. Mis barcos me mantienen muy ocupado. Todavía no he conseguido hacer uno perfecto.
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Nota: Este relato obtuvo una "Hucha de Plata" en la XXIV edición del premio "Hucha de Oro", hace ya bastantes años (1989).
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