Obviamente todo esto no aplicaba a los judíos holandeses, que fueron duramente perseguidos. Los que no pudieron huir tuvieron que esconderse –como la famosa Ana Frank– para evitar ser deportados a los campos de exterminio.
Aunque un pequeño y débil movimiento de resistencia intentó ayudarles, también apareció otro grupo que olió negocio en el expolio y deportación de los judíos. Ya se sabe que donde unos ven desgracia hay emprendedores que ven una oportunidad.
Andreas Riphagen era uno de ellos.
La historia de Bernardus Andreas –Dries– Riphagen tiene, al menos de momento, numerosos episodios oscuros y otros tantos borrosos. Pero, al mismo tiempo, nos ilumina esos ángulos muertos que la propaganda tras la guerra ha querido enterrar en las cunetas de la historia. Una realidad más allá de la lucha entre nazis y heroicos resistentes.
Lo que sabemos se lo debemos al libro “Riphagen: de Amsterdamse onderwereld 1940-1945”, publicado en 2010 por los periodistas Bart Middelburg y René Ter Steege y que, por lo que se, de momento solo tiene versión en holandés. También, y ahí es donde conocí al personaje, por una película holandesa recientemente estrenada en español: Riphagen (Pieter Kuijpers, 2016).
Lo primero que sabemos de Dries Riphagen, nacido en 1909, es que en los años 30 es conocido en los bajos fondos de Amsterdam como ladrón y proxeneta. Un matón en todo regla al que apodaban Al Capone. La llegada de la guerra supondrá, por tanto, una oportunidad. Las guerras están hechas a la medida de los matones.
La Columna Henneicke
Con la ocupación alemana entrará a colaborar con la SD (Sicherheitsdienst, servicio de seguridad) el servicio de inteligencia de las SS. También formó parte de la conocida como Columna Henneicke, un grupo colaboracionista comandado por Win Henneicke –un mecánico de automóviles– y Williem Briede.
Aunque la propia naturaleza secreta del asunto hace que las cifras solo puedan ser aproximadas, se estima que dicho grupo –cuya actividad duró toda la guerra, hasta mayo de 1945– lo compusieron entre veinte y treinta personas. Riphagen, en concreto, operaba en Amsterdam, en colaboración con las SS y la policía holandesa, que no pintaba demasiado en esta historia. El cometido de la ‘columna’ era detectar a los judíos escondidos y denunciarlos ante las SS, con el fin de requisar sus pertenencias y enviarlos a los campos de la muerte.
Mientras que muchos miembros del NSB, el partido nacionalsocialista holandés, colaboraron e incluso fueron al frente para defender sus ideales nazis, los miembros de la Columna Henneicke parece que lo hacían solo por la pasta. No estaban a sueldo, Riphagen y sus compañeros recibían incentivos por objetivos.
O sea, cobraban al peso. Al principio, 5 florines por judío, lo que venía a ser una semana del sueldo de un trabajador no cualificado. Riphagen y los suyos lo eran bastante –cualificados– así que pronto recibieron un aumento, de 7,5 florines por judío. Hay quien dice que al final de la guerra la cotización subió hasta los 40 florines por cabeza. Por aquel entonces la Columna Henneicke no funcionaba como tal, ya que fue disuelta el 1 de octubre de 1943, pero tanto Riphagen como otros de sus colegas continuaron trabajando para la Hausraterfassungsstelle (Oficina Central para la Emigración Judía).
Se estima que la Columna Henneicke capturó entre 8.000 y 9.000 judíos, que fueron deportados hacía los campos. Una pasta.
Acaba la guerra
Así podemos imaginarlo vestido con ropas caras, un buen coche y acceso a todo aquello que más escaseaba con la guerra. Se casó y tuvo un hijo, Rob. Una buena vida, hasta que cambiaron las tornas. Los aliados cruzaban la frontera, los alemanes se marchaban y los colaboracionistas tuvieron que despabilar para ponerse a salvo de la presumible venganza de sus compatriotas. Como verán, la venganza tampoco fue para tanto.
A Henneicke no le fue bien, lo mató la resistencia en diciembre de 1944. Pero su colega Briede pudo huir a Alemania, donde murió en la cama, en enero de 1962. Riphagen, por su parte, aprovechó la confusión de esos días, tiró de influencias, de dinero que había guardado en Suiza y Bélgica y pudo salir del país ayudado por… el servicio secreto holandés. Han leído bien. Una vez acabada la guerra, mientras el país celebraba el fin del nazismo el BNV (nombre entonces del servicio secreto holandés) ayudó a algunos criminales de guerra a huir del país.
No parece que, como en el caso de la Operación Paperclip (que merece su propio post), Riphagen tuviera habilidades especiales ni acceso a grandes secretos. Pero parece que sí los suficientes para recibir ese apoyo. En una historia rocambolesca –que no acabo de entender muy bien– en la que aparecen un ataúd, un coche fúnebre y una bici, un agente del BNV llamado Frits Kerkhoven le ayuda a pasar la frontera con Bélgica. En bici y a través de las llamadas Rattenlinien (la ruta de las ratas, por donde los nazis huían de Europa), Dris llega a España, donde es detenido por estar indocumentado. Nuevamente Kerkhoven acude en su ayuda: le libera y procura ropa y unos zapatos con diamantes escondidos en sus tacones que le ayudarán a huir hasta Argentina.
Todo esto lo sabemos porque lo cuenta Rob Riphagen, hijo de Dries. Tras la huida de su padre, Kerkhoven se casa con la mujer de Riphagen y adopta a Rob.
A Riphagen en el exilio no le fue nada mal. Con el dinero robado a sus víctimas calentito y a salvo en bancos belgas y suizos, nunca pasó apreturas. Además, sus cualidades fueron apreciadas en Argentina por el general Perón y su entorno. Como se sabe, muchos fugados de la guerra, nazis y colaboracionistas, encontraron acomodo en la Argentina peronista.
Con el séquito de Perón realizó varias viajes a Europa, sin ser molestado. En 1973 muere en una clínica privada en Suiza. Es solo ahora, tras la película, que se ha iniciado un tímido debate en Holanda sobre su papel durante la invasión alemana. Hasta ahora, como en otros lugares, se había exagerado convenientemente el papel de la resistencia, una visión tan heroica como falsa de todo un pueblo haciendo frente al invasor. De este manera, se ensombrecía el papel de tantas personas que no solo se adaptaron sin dificultad a los ocupantes nazis, sino que medraron social y económicamente gracias a ellos. Y allí se quedaron, sin ser molestados tras la guerra, celebrando la liberación y la vuelta de la monarquía.
Por estas tierras, por cierto, toda esa música nos suena familiar.
En Holanda nunca hubo una verdadera purga en los organismos públicos, y unos cuantos responsables de las persecuciones a los judíos y resistentes siguieron viviendo plácidamente en el país. Cosas que pasan. Acababa una guerra y empezaba otra, contra el comunismo, así que policías, confidentes, traidores y otros especialistas en guerra sucia eran necesarios para el nuevo gobierno. Ese tipo de gente siempre son esenciales para los gobiernos. Sus pecados del pasado no podían ser obstáculo de cara a la construcción de un brillante futuro democrático.
Y, como Dries Riphagen, mueren plácidamente en sus camas, celebrando la maravilla de la democracia.
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