Llegó entonces el atardecer. El cielo se volvió expresión. Se llenó de colores que fueron cambiando de azules y grises, a naranjas y rojos. Parecía como si un pintor desahogara a fuerza de colores y brochazos toda la desazón del día.
Hay que aferrarse a los cielos intocables por esta realidad que nos somete. Agarrarse como un clavo ardiente de los comentarlos de la amiga que dice que mis novelas la hicieron sentir «perturbada, asustada, sonrojada y hasta me causaron rabia». Agarrarse como una tabla de salvación de la otra amiga que me aplaude sin mezquindades mis «Textos de la concupiscencia cotidiana». Cualquier pequeña alegría es una armadura para no romperse ante esa madre que me cuenta que la apuntaron con un revólver a ella y a su hijo hace 15 días en un autobús y que ayer a su hija con su nieto de 4 años los atracaron en…
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